LA VERDADERA HISTORIA DE JUANA DE ALBRET
Iñigo
Saldise Alda
PARTE 1ª: La princesa indomable
Juana
de Albret nació a comienzos del año 1528, en el castillo-palacio Real de
Nabarra localizado en Pau, siendo hija del rey Enrique de Albret, II de
Nabarra, copríncipe de Andorra, vizconde soberano del Bearne, Tursan, Gabardan,
Tarlas y Limoges, además de conde de Foix, Perpignon, Bigorra y Albret; y de
Margarita de Valois-Orleans-Angulema, reina consorte de Nabarra, duquesa de Alençon,
además de condesa de Armagnac y Rodhez.
Inicialmente
su formación estaba prevista que fuera realizada por su madre, amante del
humanismo y las letras. Ciertamente Margarita de Nabarra era una mujer avanzada
a su tiempo y no había mejor maestra que ella. Por ello la educación sería en
un entorno relajado y muy diferente al de resto de cortes europeas, donde a
parte de los diversos estudios, los juegos con otros niños eran muy importantes,
sin tener en cuenta el extracto social al cual pertenecieran. Pero debido a
unos asuntos concernientes a las posesiones que tenía la reina de Nabarra en la
Normandia, Juana de Albret viajó con ella con muy poca edad, recibiendo su
educación finalmente en Lornay.
Juana
de Albret fue una niña privilegiada, al contar con 20 criados, un tutor, 3
lacayos y lo más importante para una niña, un pastelero a su servicio. Fue una
chiquilla sensible, pero con grandes virtudes en los estudios, aprendiendo las
diversas enseñanzas con gran rapidez. Eso fortaleció día a día su intelecto, el
cual era muy agudo, haciéndole destacar.
Su
educación al estar dirigida de una forma muy diferente al de otras princesas,
le generó un espíritu fuerte y libre, en contra posición a las enseñanzas
habituales de sumisión que recibían la mayoría de las niñas, princesas o no.
Juana de Albret desde su infancia creía en la fuerza del amor, desechando la
posibilidad de cualquier enlace que no tuviera a éste como base y sustento.
Pero
siendo todavía una niña, la princesa de Biana fue retenida en el calabozo
sombrío Plessis-les-Tours por su tío el rey de Francia, tras una visita llevada
a cabo a la corte de Paris, junto a su madre Margarita de Valois-Orleans-Angulema,
hermana de Francisco I de Francia. La razón no fue otra de que la educación
debía ser afrancesada, pero también, posiblemente más importante, por una
estrategia matrimonial supeditada a la política de la época.
Tras
unas semanas fue llevada a la Corte de Francia, pasando entonces a llevar una
vida más acorde con su estatus de princesa, pero en un entorno de excesos y
lujuria, algo inexistente en la Corte del Reino de Nabarra. Los nabarros
exigían el regreso de la princesa de Biana a Nabarra, pero el rey de Francia se
negó. Esto provocó primero una gran indignación en la reina de Nabarra y después
en las Corte nabarra de Pau. Allí estaba situada la capitalidad del Reino de
Nabarra, al estar la ciudad de Iruinea-Pamplona ocupada por las tropas
militares españolas.
La
primera idea del rey francés era combatir al nabarrismo antes de que floreciera
en mujer la princesita de Biana, mediante una educación a la francesa. Pero su madre logró que ésta tuviera un tutor
humanista, Nicolás de Bourbon, quien introdujo a la princesa de Biana en los estudios
de los clásicos y de lo renacentistas italianos. Eso sí, el monarca francés
prohibió que se le enseñara en sus lenguas natales, el euskara y el bearnés,
pues las consideraba como lenguas de campesinos frente al “noble” lenguaje de
los franceses.
La
reina Margarita de Nabarra quería casar a la princesa de Biana con su primo el
delfín de Francia Francisco de Valois-Orleans-Angulema duque de Bretaña, el
cual por influencia de su padre el rey de Francia, mostró su negativa a dicho
enlace siempre, ya que tenía otras opciones más favorables en materia política
provenientes del Reino de Inglaterra y del propio Reino de Francia. Además el
delfín de Francia murió en el año 1536.
Estando
a comienzos de su pubertad, siendo Juana de Albret ya una bella jovenzuela de
apenas doce años que tenía muy claras las ideas y poseía firmes convicciones, llegó
una interesante propuesta, a la par de engañosa, a la Corte de Nabarra. Esta
era un ofrecimiento de matrimonio por parte del emperador Carlos V de Alemania
y I de España, quien presentaba como pretendiente al príncipe de Asturias y
Girona, Felipe de Habsburgo-España. Los reyes de Nabarra inicialmente se
entusiasmaron con este ofrecimiento, pero tenían otros factores, principalmente
de carácter político, que tener en cuenta.
Además, sobre las mismas fechas, la madre de Juana
de Albret, Margarita de Nabarra, tenía en mente casarla con otro de sus sobrinos,
Carlos de Valois-Orleans-Angulema, pero su hermano el rey Francisco
de Francia, quien retenía en su Corte a la princesa de Nabarra contra su
voluntad, preparó su casamiento con un alemán en el año 1540. Únicamente por el
gran interés político que era para el rey francés, pues así su mayor enemigo,
el emperador de Alemania y rey de España, no conseguía una alianza con el Reino
de Nabarra en primer lugar; y en segundo, conseguía un buen aliado militar
contra dicho emperador.
Pese a su juventud la
reacción de Juana de Albret fue firme y contundente, mostrando su descontento,
negándose en público a dicho contrato matrimonial, tanto de forma verbal como
escrita. Mostró abiertamente su intención de incumplirlo, enfrentándose a los
deseos del rey de Francia.
“Me niego al matrimonio que quieren hacer de mi con el duque
de Cleves... todo cuanto podría hacer o decir después de que pudieran decir que
yo habría consentido... Por ello protesto nuevamente que si sucede que sea
desposada o casada con el referido duque de Cleves, de cualquier suerte o
manera que sea o pueda suceder, será o habrá sido contra mi corazón y mi
voluntad”.
Para el duque de
Cleves esta unión era muy atractiva, ya que Juana de Albret era la heredera al
Reino de Nabarra y además sobrina del rey de Francia. Pero de forma más próxima
encontraba con ello una alianza natural contra su enemigo, Carlos V de Alemania
y I de España.
Para entonces la reina
Margarita de Nabarra ya había aceptado los deseos de su idolatrado hermano.
Pero el rey Enrique II de Nabarra se mostró en contra pues veía con mejores
ojos al pretendiente germano-español. Finalmente guardo silencio ante la
promesa de Guillermo de Jülich-Cléveris-Berg y del propio Francisco de Francia,
de atacar Vizcaya con la palabra recuperar las tierras nabarras ocupadas por
los españoles.
Pero la joven princesa
de Nabarra no se rindió y siguió negándose al enlace con el alemán. El rey de
Francia, para doblegar la resistencia de la princesa de Biana, de temperamento
vivo y rebelde, utiñizó sin complejos una gran violencia y así, de forma
obligada y contra su voluntad la princesa Juana de Nabarra casó con el noble
alemán Guillermo de Jülich-Cléveris-Berg en el año 1541. En la entrada de la
iglesia, la princesa de Biana se negó a caminar. El Condestable de Francia Anne
de Montmorency, por orden del rey de Francia, cogió por el cuello a la princesa
de Biana y la llevó hasta el altar.
Juana de Albret no
respondió al cardenal Francisco de Toumon en el acto de aceptación mutua
durante celebración religiosa del matrimonio, manteniendo sus labios sellados
hasta que el cardenal francés le preguntó por tercera vez, contestándole entonces
la princesa de Biana lo siguiente: “¡No!
¡No me presiones!”.
Y antes de la noche de
bodas, la princesa de Biana escribió de nuevo una protesta al rey de Francia: “Yo Juana de Nabarra... veis y sabéis que
soy constreñida y forzada tanto por la Reina, mi madre, como por mi aya, al
casamiento en curso entre el duque de Cleves y yo y también veis que se quiere,
contra mi voluntad, solemnizar el matrimonio, digo y declaro que persevero en
mi dicha protesta hecha ante vosotros el día de los pretendidos esponsales
entre el duque y yo las otras protestas que antes de ahora hice, tanto de
palabra como por escrito, y que dicha solemnidad y demás cosas que se hagan,
serán contra mi voluntad y son nulas, como hechas o consentidas a la fuerza u
obligada, nombrándoos también por testigos y rogándoos firmar la presente,
conmigo, confiando, con la ayuda de Dios, que rae servirá alguna vez”.
Ya en la noche de
bodas, la princesa de Biana sufrió un ataque, más que posiblemente
autoprovocado, de ira, odio, ansiedad, rabia, miedo y/o histeria. Con esta
reacción defensiva natural e inteligente, consiguió que no se consumara el
matrimonio con el acto sexual de la fornicación, con un hombre desconocido, que
no le decía nada a su corazón y doce años mayor que ella, pero que al menos no
fue un violador.
Desde su regreso a
Dusseldorf, el duque de Cleves había pedido en repetidas ocasiones a su esposa
que fuera a su casa,… en Alemania. La joven princesa de Biana se había retirado
a Plessis-les-Tours después de la ceremonia e hizo caso omiso a los deseos del
príncipe alemán. Su salud era pobre, con dolor que le dio la ictericia. Vomitó
sangre y su delgadez era aterradora. Vivía sola, con la única presencia de sus
carceleros franceses, por tanto estaba lejos de las intrigas de las Cortes de
Francia, pero sobretodo de su amada patria, el Estado de Nabarra.
Al tiempo, tras
mejorar en su salud, recibió algunas visitas de compatriotas nabarros. En una
de esas, aprovechó la ayuda de estos y en un descuido de su escolta-carceleros,
aprovechó para huir del Reino de Francia. A su llegada a las tierras libres de
Nabarra fue recibida apoteósicamente como heredera al trono de Nabarra,
destacando los festejos que se llevaron a cabo durante varios días en la
capital de Pau.
PARTE 2ª: El secreto
de Bidatxe
Ya en la Corte de
Nabarra, Juana de Albret se reafirmó en sus deseos de que se llevase a cabo la
anulación del matrimonio a la que había sido forzada a contraer. Esto ocurrió
cuando ya contaba con quince años. Es por aquel entonces cuando comenzó a
comentar a sus asistentas y/o damas, su gran secreto de los últimos años. Estaba
enamorada de un hombre que había conocido en la Corte francesa. Éste le había
encandilado con sus buenas formas y magnífico porte de noble francés. Era diez
años mayor que ella y su nombre Antonio de Bourbon.
Antonio de Bourbon
había nacido en la Picardia, siendo hijo de Carlos de Bourbon, duque de Bourbon
y Vendôme y de Francisca de Alençon, duquesa de Alençon y condesa de Perche. En
ese momento Antonio de Bourbon era un joven de veintitrés años; distinguido, apuesto
y un brillante cadete militar, que le otorgaba una fachada de triunfador.
Además, Antonio de
Bourbon era el primer príncipe de sangre, es decir, descendía por vía directa y
masculina del último rey de la dinastía Capeta, por lo cual era el siguiente en
la línea de sucesión del Reino de Francia tras la familia Real francesa, pero
no lo suficiente importante para que lo tuviera el rey de Francia en cuestión
de contratos matrimoniales, pues eran remotas su opciones de llegar a poseer el
título de rey de los franceses. De todas formas y gracias a su estatus de heredero,
se le permitía pasar grandes temporadas en la Corte francesa de Paris.
En los hermosos
jardines del castillo-palacio de Pau, diseñados por la reina Margarita de
Nabarra, la joven princesas de Biana, durante sus largos paseos con sus damas
de compañía, fue el lugar donde les confió a éstas el secreto de que amaba a
Antonio de Bourbon. Estas damas eran todas de cuna noble nabarra. Entre ellas
estaba su mejor amiga y mayor confidente, Catalina de Aster y Agramont, hermana
del señor de Agramont.
Entonces esas noticias
llegaron a la Corte de Francia. A modo de chismes las
palabras y más o menos transformadas sobre una princesa joven y enamorada del
duque de Vendôme. Inicialmente se tornaron de carácter risorio, al saber que la
princesa no era otra más que Juana de Albret, ya que la nobleza francesa
consideraba campesinos a la Familia Real de Nabarra, con la única excepción de
la reina Margarita de Nabarra, al ser ésta la hermana del rey de Francia.
Además, la princesa estaba casada y todos conocían su fuerte carácter.
Pero pronto Francisco
de Bourbon conde de Enghein y hermano menor de Antonio, le indicó al duque de
Vendôme que esta era una oportunidad muy interesante, ya que se sabía que no se
había consumado el matrimonio, facilitando con ello una base legal para su
anulación. Además, si Juana de Albret recuperaría la soltería, como princesa de
Biana era la heredera del Reino de Nabarra, pues a diferencia de las Leyes del
Reino de Francia, no existía la ley sálica en las Leyes nabarras.
Por ello, envían a una
prima suya, la joven y bella noble Helena de Clermont-Gallerande señora de
Tarves y Toulongeon a la Corte de Nabarra, para que viera insitu cuál era la realidad de todo lo comentado en la Corte
francesa. Pues en caso de ser favorable para los intereses de la familia
Bourbon, su misión era la de incentivar e impulsar la correspondencia entre el
duque de Vendôme y la princesa de Biana, con un solo interés, conseguir llevar
a buen puerto un contrato matrimonial.
Helena de
Clermont-Gallerande fue escoltada entre otros, por un noble nabarro, al cual ya
había visto en la Corte francesa. Este era Antonio de Agramont, señor de
Agramont y conde de Gixune, vizconde de Aure, además de capitán y alcalde de la
ciudad de Baiona-Bayonne. Años antes el joven noble nabarro había sido
fundamental en la fuga de la princesa de Biana. Durante el viaje, la
comunicación entre ambos fue fluida, entablando una gran amistad con grandes
dosis de amor mental.
Durante unos pocos meses,
los mensajeros de la princesa nabarra y del duque francés, recorrieron sin
descanso el camino que iba de Pau a Paris y de Paris a Pau con las cartas de
ambos. Finalmente Juana de Albret y Antonio de Bourbon concertaron una cita
secreta, eligiendo como lugar el castillo de Bidatxe del señor de Agramont.
Esto fue debido por el asesoramiento único y expreso de Helena de Clermont-Gallerande,
quien buscaba una excusa para reunirse nuevamente con su amado nabarro, Antonio
de Agramont.
Pero las
circunstancias político-militares francesas se interpusieron. Para cuando llegó
la carta de conformidad de la princesa de Nabarra a la Corte francesa, Antonio
de Bourbon se encontraba luchando con el ejército francés, bajo las órdenes de
Carlos de Valois-Orleans-Angulema Duque de Orleans e irónicamente junto al ejército
de uno de sus aliados, concretamente el del duque de Cleves y esposo sobre el
papel de Juana de Albret, contra las tropas españolas en Flandes. En esa guerra el duque de Vendôme y su
ejército tomaron Lillers, haciendo imposible que se reuniera con la princesa de
Biana a lo largo de todo el año 1543.
Así pues, se reunieron
finalmente los cuatro enamorados al inicio de la primavera del año 1544. Por
supuesto ambos contaban con un pequeño séquito el cual había jurado no compartir
sus conocimientos de dicha reunión en las Cortes de Pau y Paris. Mientras que
el encuentro entre la belle de Tarves y el señor de Agramont
fue apasionado con grandes y prolongadas dosis de amor carnal, la princesa de
Biana y el duque de Vendôme “guardaron las formas”. Pasearon por los alrededores
del castillo mientras se iban conociendo en persona. Todo ello entre diversos poemas
que recitaba la princesa nabarra y cuentos de caza que contaba el duque
francés.
Cuando se separaron y
volvieron cada uno a su Corte, los mensajeros hacían que las herraduras de sus
caballos sacasen chispas. La actitud de Juana de Albret siempre fue la misma,
la de una mujercita esperanzada y enamorada, a la cual no se le apagaba la
sonrisa. Pero cabe destacar que Antonio de Bourbon varió su comportamiento,
dejando aparcados sus “affairs” con las damas de la Corte francesa, conocedor
del carácter celoso de la princesa de Biana tras comprobar su comportamiento
con él cuando observaba a otras damas en Bidatxe, y especialmente por los
muchos “espías” que tenía la princesa nabarra en dicha Corte de Francia, entre
los que encontraba su propia prima Helena.
PARTE 3ª: El triunfo
del amor
Las reuniones entre
Juana de Albret y Antonio de Bourbon en el castillo de Bidatxe se sucedieron en
un par de ocasiones más hasta el año siguiente. Pero los temas que conversación
entre la princesa y el duque fueron evolucionando, entrando en liza temas de
mayor importancia, entre los que se encontraba y destacaba como prioritario el
de la anulación matrimonial de la princesa con el duque de Cleves.
La reina Margarita de
Nabarra pese atender la demanda hecha en su día por su hija la princesa de
Biana al respecto, ciertamente no llevaba las negaciones de anulación
matrimonial al ritmo adecuado. En gran medida por ser conocedora de los deseos
sobre el mismo de su hermano el rey de Francia, quien se oponía a ello.
Pero cosas del
destino, los sucesos comenzaban a tornarse favorables para los enamorados. El
esposo sobre el papel de Juana de Albret era Guillermo de Jülich-Cléveris-Berg.
Pero tras ser derrotado por las tropas imperiales de Carlos V de Alemania y I
de España en el año 1543, pasó un año después a rendir vasallaje a este, lo que
provocó una iracunda reacción en el rey Francisco de Francia, pese a que él no
había envidado tropas de socorro a su aliado cuando este se las pidió.
Así pues, cambió su
actitud con respecto al matrimonio existente entre la princesa nabarra y el
duque alemán, apoyando a su hermana Margarita de Nabarra en su petición de la
anulación de dicho matrimonio ante el imperio papal de Roma. La demanda estaba
sustentada en la jurisprudencia del Reino de Nabarra o Derecho Pirenaico, y en
la afirmación que dicho contrato matrimonial no se había consumado. Eso sí, el
rey de Francia se guardó un as en la manga, pues los reyes de Nabarra debían
consultarle su opinión sobre los pretendientes futuros que tuviera la princesa
de Biana.
Pero la anulación del
contrato matrimonial llevada a cabo por el pontífice o emperador de Roma Pablo
III, no llegó hasta el año 1545. Concretamente tras una petición realizada
desde la Corte germano-española, pues el emperador Carlos V de Alemania y I de
España tenía ya en mente un nuevo matrimonio; esta vez para fortalecer su nueva
alianza con Guillermo de Jülich-Cléveris-Berg, esposo hasta entonces de la
princesa de Nabarra, siendo por tanto obligado su divorcio o anulación. Incluso
el duque de Cleves participó en dichas negociaciones.
Tras la anulación,
Juana de Albret por fin era libre y comprendió que era el momento apropiado
para decirles a sus padres, los reyes de Nabarra, que su intención era la de
casarse únicamente con Antonio de Bourbon. Tanto Enrique II de Nabarra como su
esposa Margarita de Nabarra no lo vieron mal pues incluso el duque de Vendôme
era una de sus opciones. A él le parecía un buen general al ser un soldado
valiente, atrevido, estratega e inteligente, mientras que ella lo veía como un
hombre apuesto, guapo, gracioso y encantador. Todo ello con la guinda de ser el
primer príncipe de sangre de Francia, además de poseer numerosos patrimonios en
el Reino de Francia. De todas formas tenían otros pretendientes en mente.
Enrique II de Nabarra
pretendía un nuevo contrato matrimonial con un príncipe español. Para ello
buscó el contacto con uno de los embajadores españoles, el cual recibió la
propuesta con frialdad. A diferencia del intento de matrimonio de la princesa
de Biana con el príncipe de Asturias y Girona, el cual supondría que todos los
nabarros estuvieran sometidos bajo las garras del águila bicéfala e imperial del
que sería Felipe II de España, cualquier otro macho de la Familia Real española
que no fuera el heredero a la Corona española, significaba lo contrario, es
decir, que todos los nabarros volvieran a ser libres, algo inconcebible para el
emperador Carlos V de Alemania y I de España.
Esta vez su esposa
Margarita de Nabarra entró en los proyectos político-patrióticos del rey de
Nabarra, partiendo con la hija de ambos Juana de Albret, hacia la Corte
francesa. Allí en primer lugar, intentó llevar a buen puerto la idea de su
marido a través de la reina viuda de Hungría y Bohemia, gobernadora
germano-española de los Paises Bajos María de Habsburgo, hermana de Carlos V de
Alemania y I de España, y que por aquel tiempo se encontraba en misión
diplomática en la Corte francesa como embajadora del emperador germano-español.
La reina de Nabarra
obtuvo el mismo resultado que su marido, es decir, nada. Por ello trasladó sus
intenciones de volver al Reino de Nabarra junto con su hija Juana de Albret, a
su hermano Francisco de Francia,
aduciendo que la presencia de la princesa de Biana en la Corte francesa era muy
negativa para ésta, debido a los numerosos escándalos sexuales que había en la
misma. Pero el rey de Francia volvió a retener bajo su custodia a Juana de
Albret en Plessis-les-Tours, mientras Margarita de Nabarra regresó a Pau. Pero
esta vez Juana de Albret no protestó, incluso recibió la noticia con una
sonrisa, pues así podría verse en la intimidad con Antonio de Bourbon, que era
lo que ya deseaba la princesa de Biana y realmente lo que temía su madre la
reina de Nabarra, por ello antes de partir, pidió a dos damas de compañía de
Juana de Albret que la “vigilaran”. Cosas de la vida, las elegidas fueron
Helena de Clermont-Gallerande y Catalina de Aster y Agramont, las cómplices del
secreto de Bidatxe.
Francisco de Francia
tenía esta vez en mente, casar a la princesa de Biana con algún príncipe
francés, pero eran escasos los que podían casarse con Juana de Albret. Uno eran
el duque de Orleans Carlos de Valois-Orleans-Angulema e hijo favorito del rey
francés, otro el conde de Aumale Francisco de Lorena-Guisa y finalmente, el que
indudablemente era la única opción para la princesa nabarra, el duque de Vendôme
y gobernador de Picardía; su amado y guapo Antonio de Bourbon.
Muy pronto se calló de
la lista el hijo del rey francés, ya que éste tenía otros planes, estando entre
ellos la posibilidad de un contrato matrimonial con María de Habsburgo, de ahí
la presencia de la germano-española en la Corte de Paris. Así pues, ya solo
quedaban dos, tomando ventaja la candidatura de Antonio de Bourbon, por su
condición política de primer príncipe de sangre, posibilitando con ello que el
Reino de Nabarra fuera atrapado y sometido por las garras del gallo francés.
Pese a ello, el rey de
Francia no daba su consentimiento. Entre tanto fueron numerosas la visitas del
duque a la princesa. Durante sus paseos las conversaciones entre ellos fueron
numerosas y de todo tipo. En ellas Juana de Albret demostró ser una mujer con
carácter. Fuerte y con las ideas claras entorno a la independencia del Reino de
Nabarra, a las cuales no opuso ninguna pega su amado Antonio de Bourbon. Además
el amor mental dio paso al amor carnal, alcanzando juntos el nirvana sexual en
numerosas ocasiones.
La muerte de Francisco
de Francia entristeció a todos sus súbditos; bueno, a todos no. Dicha noticia
alegró en grado sumo a su hijo el delfín de Francia Enrique de
Valois-Orleans-Angulema. Pero también a un amigo de éste, el duque de Vendôme,
que ya contaba con meses de anterioridad a la muerte de Francisco de Francia, con
el consentimiento necesario como vasallo del nuevo rey de Francia, cuando éste
aún era el delfín o heredero del Reino de Francia, para su deseado matrimonio
con la princesa de Biana.
Pero había algo con lo
que no contaban los enamorados. Más que algo era alguien. Era la amante del
nuevo rey de Francia Diana de Poitiers, la cual tenía toda la influencia habida
y por haber sobre Enrique II de Francia, y ella trabajaba en favor de la casa
de Lorena-Guisa.
Sin haberse decido
nada, Enrique II de Nabarra y Margarita de Nabarra partieron de las tierras
nabarras para asistir a la coronación de Enrique II de Francia, recogiendo a la
princesa Juana de Albret en Plessis-les-Tours. Pero antes de llegar a la
catedral de Reims, Margarita de Nabarra enfermó, permaneciendo en Poitou.
Tras la solemne
coronación, Antonio de Bourbon se presentó ante su señor el rey de Francia,
para pedir públicamente su consentimiento y poder así casarse con Juana de
Albret. Pero el rey francés titubeó debido a la influencia de su amante. Esto pilló
por sorpresa al duque de Vendôme, pero no así a la princesa de Biana.
La princesa de Nabarra
era ya una mujer de fuerte carácter y muy inteligente, por ello, temiéndose lo
peor, es decir, la negativa del rey de los franceses, investigó la genealogía
por ella misma de Diana de Poiters, encontrando que el hermano pequeño de
Francisco de Lorena-Guisa, llamado Claudio de Lorena-Guisa, tenía como amante a
la hija de la duquesa de Valentinois y de Étampes, llamada Luisa de Brézé; y con
grandes reflejos Juana de Albret pronunció las siguiente palabras:
“¿Quieres que, mi Señor, lo que me tiene que mostrar la cola
era hermano, y que la hija de la señora de Valentinois llegó a estar con él?”
Fue una lección severa
sobre la influencia de la amante del rey francés, sobre el propio Enrique II de
Francia. Estas valientes palabras en la boca de una mujer joven, sonrojaron al
rey de Francia, que había mostrado altamente y con orgullo su historia de amor
con la duquesa de Valentinois y Étampes. Así pues, Enrique II de Francia tomó
en bueno dichas palabras y sin costarle mucho, intentando mostrar y convencer a
los presentes de quien llevaba los pantalones, dio su consentimiento de matrimonio
a Antonio de Bourbon.
Los enamorados se las
prometían felices, pero lamentablemente para ellos todavía quedaba un escollo
que vencer. Juana de Albret debía tener el consentimiento de su padre el rey de
Nabarra. Pero en ese instante no entraba en la mente de Enrique II de Nabarra
ni un marido de la casa de Lorena-Guisa, ni un marido de la casa de Bourbon. Así
pues, de momento no consintió el rey de Nabarra, pese a que Antonio de Bourbon entregara
a perpetuidad el título de duquesa de Bourbon a su amada Juana de Albret,
princesa de Biana.
El rey de Nabarra a su
regreso a Pau volvió a insistir en conseguir un matrimonio ligado a la
monarquía germano-española. Para ello envió a diferentes agentes al Reino de
España para tentar nuevamente el terreno. Enrique II de Nabarra, ante la
ausencia de un príncipe de la Casa de Habsburgo, su preferencia política era el
príncipe Manuel Filiberto de Saboya, hijo heredero del duque de Saboya,
comandante de la guardia imperial germano-española y capitán de la caballería
flamenca, que había sido distinguido con el Toison de oro por el propio emperador
Carlos V y I de España.
El tiempo pasaba y la princesa
de Biana seguía sin un prometido oficial. El rey de Nabarra había ido a
Bordele-Bordeaux con asuntos políticos, literarios y de imprenta. A su vez, el
rey Francia llegaba a Lyon tras un viaje a Piamonte. Entre las princesas que
iban tras él en solemne procesión, se encontraban la Reina de Nabarra y su hija
la princesa de Biana, dentro de una litera cubierta de terciopelo negro. A su
lado, montando a caballo estaba la imponente figura del duque de Vendôme.
Tanto la reina de
Nabarra como el rey de Francia pensaban que el matrimonio no debía retrasarse
más. Enrique II de Francia escribió entonces a su homónimo Enrique II de
Nabarra para notificar al rey de Nabarra, que o bien el matrimonio en la
princesa y el duque se llevaba a cabo en breve plazo de tiempo, o bien se
rompía el compromiso definitivamente. Así y sin respuesta alguna por parte de
los germano-españoles, el rey de Nabarra finalmente cedió y dio su
consentimiento para la consecución real del contrato matrimonial, entre Juana
de Albret y Antonio de Bourbon.
Para sellar dicho
contrato, el rey de Nabarra viajó hasta el ducado de Bourbon. Es donde Enrique
II de Francia había citado a Enrique Il
de Nabarra. El rey de Francia le ofreció dinero, junto a la anualidad en
los ingresos de los territorios nabarros que se mantenían vasallos económicamente
al Reino de Francia. Tras la reunión el rey de Nabarra se entrevistó con
Antonio de Bourbon, persuadiéndole de que cesara en su ostentación y especialmente
en sus locuras, indicándole finalmente que estaba obligado a adoptar los hábitos
sobrios de la Corte de Nabarra.
Todos los obstáculos
habían sido vencidos por los enamorados. El rey de Nabarra regresó contento a
la Corte de Pau y el rey de Francia a la Corte de Paris. La joven pareja se
quedó durante dos semanas en las tierras del duque de Vendôme, donde tuvieron dos
semanas de auténtica pasión, antes de casarse en 20 de octubre del año 1548 en
Moulins.
En la boda estuvieron
presentes los reyes de Nabarra a la cabeza de la Corte de Nabarra y los reyes
de Francia a la cabeza de su Corte.
Tras amanecer de la
noche de bodas, Antonio de Bourbon salió del cuarto donde la pasó a solas con su
ya esposa Juana de Albret y ante la expectación de los presentes, conocedores
de la no consumación del matrimonio anterior, grito: “Hemos cumplido seis veces y con mucha alegría”, desatando el
júbilo entre los presentes y las risas retenidas en dos damas de la princesa,
las cuales sabían que lo ocurrido en la intimidad de esa alcoba no había sido
la primera vez.
PARTE 4ª: Armonía, drama
y felicidad
Los vasallos del duque
de Vendôme apodaron a la esposa de éste, la princesa de Biana, de la siguiente
forma, plus belle que Grâce. Incluso
el rey de Francia afirmó que nunca había visto tan alegre y contento a su amigo
Antonio de Bourbon una vez casado. La alegre princesa siempre estaba sonriendo
ante el humor y el temperamento de su marido, y este amaba su alegría
permanente. Indudablemente fue un matrimonio por amor, pues eran auténticos
compañeros.
El matrimonio de Juana
con Antonio era afortunado y bien avenido. Eran numerosas las pruebas de afecto
y amor mutuo que se dispensaban, sin importar el lugar ni la compañía. Juana de
Albret viajó a mediados del año 1549 a visitar a su familia a Pau, siendo esta
la primera ocasión en la cual el matrimonio se separaba. Los nabarros la
recibieron con grandes muestras de alegría una vez más.
Los príncipes de
Nabarra y duques de Vendôme se reencontraron en otoño con Antonio de Agramont y
Helena de Clemont-Gallerande tras acudir como testigos a su matrimonio, el cual
tuvo lugar en Compiègne. Allí los cuarto amigos, “encubridores del amor” de
Bidatxe, volvieron a reunirse, charlar y disfrutar de sus respetivo amor una
vez entrada la noche en la intimidad de sus aposentos.
A finales de año, la
princesa de Biana y el duque de Vendôme volvieron a visitar la Corte de Nabarra
ante la muerte de la madre de Juana de Albret. El rey de Nabarra y el rey de
Francia establecieron el rango de los nobles de ambos Estados, estando el duque
de Vendôme a la cabeza de los mismos. Así pues, Antonio de Bourbon como
príncipe consorte de Biana, los comandó y dirigió en el desfile o procesión fúnebre.
El año 1550 fue muy
bueno para los príncipes de Biana y duques de Vendôme en todos los aspectos. Su
amor parecía indestructible, permaneciendo juntos la mayoría del tiempo, ya
fuera en su residencia en Moulins, en sus visitas al Estado de Nabarra o en los
campamentos militares a los que acudían juntos, pues pese a estar en un periodo
de paz entre franceses y germano-españoles, las maniobras y/o alardes eran
numerosos por ambos bandos, no pudiendo excusar su presencia Antonio de Bourbon
a todas ellas, por su condición de primer príncipe de sangre y general del
ejército francés.
Así pues, la princesa
se quedaba sola cuando el duque iba de caza o estaba jugando a los soldaditos, cumpliendo
con ello el duque su palabra dada a la princesa: “(…) tú y yo, mi señora, tú y yo”.
Los nobles y soldados
de los acuartelamientos franceses se sintieron embelesados con la presencia de
la princesa de Biana. La mayoría de ellos envidiaban a su comandante el duque
de Vendôme, por contar con algo más que una esposa de la época, una auténtica
compañera. La princesa de Albret no se escondía en su tienda, sino que paseaba
entre ellos, siempre con una sonrisa que iluminaba el gris campamento militar.
Se detenía de forma natural y preocupada, junto aquellos que habían sufrido
heridas y/o lesiones, antes de reunirse por la noche con su amado Antonio de
Bourbon en su tienda privada, tras dejar éste aparcadas sus labores como
general.
El año siguiente fue
más de lo mismo, pero con la salvedad de que Juana de Albret había queda
embarazada tras las celebraciones amorosas del año nuevo, pariendo un hijo
barón en septiembre del año 1551 en su casa de Moulins. Los padres decidieron
que se llamara Enrique de Bourbon-Nabarra y Albret, como así se llamaban los
reyes de Nabarra y Francia, poseyendo el título de duque de Beaumont.
Este nacimiento obligó
inicialmente la separación de los príncipes de Biana y duques de Vendôme, pues
ella se quedó con el hijo de ambos en Moulins y él, marchó a un nuevo
campamento militar. Las cartas volvían a ser su medio de comunicación,
mostrando su amor mutuo y por su primogénito.
“Mi amor, he recibido a mi regreso de la cacería, donde he
disfrutado de una magnífica jornada, dos cartas vuestras, en una de las cuales
he hallado noticias de nuestro hijo mayor con un mechón de sus cabellos, que
encuentro más hermoso que un ramillete del jardín de Gaillon o de cualquier
otro lugar”. Carta de Antonio de Bourbon a su esposa Juana de
Albret.
Al cabo de unos meses,
Juana de Albret, enamorada de su esposo, volvió a seguir a su amado por los
campamentos militares franceses de Metz, Toul y Verdun. Mientras, el pequeño
duque de Beaumont fue confiado a los cuidados de una nodriza llamada Aymée de
la Fayette, que había sido la antigua aya o ama de llaves, de la princesa de
Biana.
Según se afirma, estos
cuidados resultaron nefastos para el niño, que falleció con solo dos años, en
agosto del año 1553. Al parecer, Aymée de la Fayette era muy friolera, por lo
que mantenía las estancias del joven duque totalmente cerradas y con un gran
fuego encendido. Esto hizo que el pequeño padeciese de un calor excesivo y sin
ninguna ventilación, lo que acabó siendo fatal, mejor dicho mortal, para su
salud. Juana de Albret hizo los preparativos para que su cuerpo fuera
trasladado a Vendôme, enterrándolo en la iglesia-colegio de dicha localidad.
Por esas fechas la
princesa de Biana volvía nuevamente a estar embarazada, concretamente de cinco
meses y decidió quedarse en su casa de Moulins.
Tanto ella como su
esposo esperaron el nacimiento con ilusión renovada, tras el amargo trance que
acababan de pasar. Pero no lo hicieron juntos, ya que las obligaciones de
Antonio de Bourbon volvieron a separar a la pareja, así que volvieron a las
cartas, algo que dominaban a la perfección.
“Os ruego que no dejéis de comunicarme cómo os encontráis,
pues me causa gran placer, y principalmente cuando me decís que se agita y se
mueve. Os prometo, amor mío, que no puede haber mayor felicidad que la que me
habéis dado con vuestra carta, y os ruego que continuéis… Os aseguro, querida
mía, que en cuanto se deshaga el campamento no dejaré de ir a vuestro encuentro
con mayor devoción que nunca…”. Carta de Antonio de Bourbon a su esposa Juana
de Albret.
Enrique II de Nabarra
instó a su hija la princesa de Biana para que acudiera a parir a Pau; era
mediado el mes de noviembre. Juana de Nabarra se encontraba en Compiègne
visitando a su amiga la señora de Agramont Helena de Clemont-Gallerande, para
ver al hijo de ésta y Antonio de Agramont, de nombre Filiberto de Agramont
conde de Guiche. Por ello, de forma presta, remitió una carta a su esposo,
donde le indicó los deseos de su padre y su intención de atenderlos. Como
siempre, Antonio de Bourbon contestó rápido a Juana de Albret, diciéndole que
le parecía bien, conocedor del temperamento fuerte y firme de su esposa, pero
por supuesto entre nuevas muestras de amor hacia ella y hacia el futuro bebé.
Tras un viaje de dos
semanas, la princesa de Biana entraba en Pau, ante la mirada ilusionada de los
nabarros y especialmente de su padre Enrique II de Nabarra. Trece días después,
ya con su marido el duque de Vendôme en la Corte de Nabarra, Juana de Albret
parió nuevamente un hijo varón, como deseaba su padre el rey de Nabarra. Éste,
rápidamente tras entregarle la partera a su nieto, lo bautizó al estilo
pirenaico con matices bearneses, muy común en las tierras del Estado de
Nabarra, frotándole los labios con un diente de ajo y haciéndole oler una copa
de vino, pues según la tradición eso prevenía de la enfermedad.
Juana de Albret y
Antonio de Bourbon bautizaron a su bebe el día de los Reyes Magos al año
siguiente, dándole de nuevo el nombre Enrique de Bourbon-Nabarra y Albret. Para
este bautizo se hizo expresamente una pila bautismal de plata dorada sobre la
cual fue rociado con agua bendita en la capilla del castillo de Pau. Sus
padrinos fueron Enrique II de Francia y Enrique II de Navarra, que le dieron su
nombre; por su parte las madrinas fueron la reina de Francia Catalina de Medici
junto a la princesa de Nabarra y la vizcondesa viuda de Rohan Isabel de Albret.
Pero los reyes de Francia
no acudieron al bautismo de Enrique de Albret y Bourbon, siendo designados entonces
el obispo de Lescar como representante del rey francés y la señora de Andounis como
la representante de la reina de Francia durante el culto religioso, ya que los
reyes de Francia se quedaron en Paris al estar apuntito de parir la reina Catalina
de Medici.
La ceremonia católica con
toda su parafernalia, fue llevada a cabo por Carlos de Bourbon, cardenal de
Armagnac, arzobispo de Rouen, obispo de Nevers y teniente general del gobierno
de Paris. También era el hermano pequeño de Antonio de Bourbon.
Pasadas las
celebraciones tras el bautismo de Enrique de Bourbon y Albret, el rey de
Nabarra no quería en primer lugar que su nieto fuera llevado más allá de las
fronteras del Estado de Nabarra, algo que entendieron y aceptaron de buen grado
tanto la princesa de Biana como su marido el duque de Vendôme.
El regio abuelo
tampoco quería que se alimentase con delicadeza a su nieto Enrique, como se
acostumbra alimentar a las gentes de categoría, sabiendo bien que en un cuerpo
blando y delicado no se aloja ordinariamente más que un alma débil y rancia.
También prohibió que se le vistiese ricamente y que se le mimase con pequeñeces;
que no se adulase, que no se le tratase de príncipe, porque todas estas cosas
no hacen más que aumentar la vanidad y educan el corazón de los niños más bien
en el orgullo que en los sentimientos de la generosidad. Ordenó por tanto que
se le vistiese y alimentase como a los demás niños del País y también que se le
acostumbraría a la fatiga mediante el trabajo duro y que, para darle un temple
a ese joven cuerpo para hacerle más duro y más robusto.
Por ello, inicialmente,
Juana de Albret junto a su hijo se instaló en el castillo de Coarraze,
perteneciente a los barones de Moissans Susana de Bourbon-Busset y Juan de
Albret gobernador y teniente general del Reino de Nabarra. Por su parte el
duque de Vendôme marchó a sus posesiones en suelo francés.
PARTE 5ª: Reyes de
Nabarra, muerte y vida
Antonio de Bourbon
aprovechó su estancia en su ducado de Vendôme, para acercarse a la Corte
francesa en el verano de ese año y hablar de asuntos políticos con su amigo el
rey de Francia. Ya por entonces y a través de las cartas que le enviaba su
amada esposa Juana de Albret, conocía la delicada salud del rey de Nabarra. De
dichas conversación sacó en claro una alianza con el rey de Francia, una vez
que fuera titulado rey de Nabarra, título que obtendría tras el fallecimiento
de Enrique II de Nabarra. Pero sería por jure
uxoris o lo que es lo mismo, por ser el consorte o esposo de la reina
titular. El objetivo de esa alianza no era otro más que la recuperación de
todas las tierras surpirenaicas que son del Estado de Nabarra, que están
ocupadas y sometidas militarmente en su totalidad y de forma ilegítima por los
españoles desde el año 1524, tras la rendición nabarra en Hondarribia.
Así pues, Antonio de
Bourbon se reunió en otoño de ese año con su amada esposa Juana de Albret en el
castillo-palacio de Pau. El duque de Vendôme había conseguido tener una buena
relación con su suegro el rey de Nabarra, el cual tras su rechazo inicial y sus
exigencias, le había tendido su amistad y sus inquietudes nacionales nabarras.
A inicios del año 1555
y estando todavía con vida el rey Enrique II de Nabarra, una embarazada Juana
de Albret y Antonio de Bourbon fueron coronados en el castillo-palacio de Pau,
asumiendo desde ese instante, ambos, la gobernación del Estado de Nabarra. La
coronación fue solemne, estando los nobles más importantes del Reino en la
misma, destacando la presencia de sus amigos los señores de Agramont. Tras
ella, los nuevos reyes de Nabarra salieron a la balconada y fueron vitoreados,
entre grandes muestras de afecto y júbilo, por el pueblo nabarro.
Tras ello, el rey de
Nabarra se reunió con el señor de Agramont para hablar de política, concretando
con éste una acción diplomática, Esta fue enviar a la Santa Sede de Roma a un
embajador. El elegido es el cortesano eclesiástico católico y escritor Pedro
Labrit-Albret de Nabarra, hombre de gran experiencia en dichos asuntos, que
estaba hasta ese instante realizando las mismas funciones para el anterior rey
de Nabarra en la Corte española. Mientras que por otro lado, Juana se reunió de
forma más informal con su amiga Helena, poniéndose al día de sus cosicas, tras
saludarse cariñosamente con dos bellas sonrisas.
Por otro lado,
coincidiendo con la coronación de los reyes de Nabarra, Enrique II de Francia
nombró a Antonio de Bourbon, gobernador y almirante de la Guyena. Dicho
nombramiento fue para recordarle al duque de Vendôme su condición de súbdito
francés y que era vasallo suyo, por lo cual, el Reino de Nabarra debía estar
supeditado al Reino de Francia.
Enrique II de Nabarra
murió en la primavera del año 1555 en el castillo de Hagetmau donde había ido a
descansar de la vorágine política de la Corte de Pau. Sus funerales se
celebraron con una pompa extraordinaria y acudieron las más ilustres
personalidades de los Estados de Nabarra y de Francia. Asistieron los cardenales
Bourbon, de Foix, de Armagnac; los arzobispos de Narbona, de Auch y de Bordele-Bordeaux,
además de 22 obispos y de todo el clero secular, junto a los monjes de todas
las abadías y las diferentes órdenes religiosas existentes en las tierras del independiente
Reino de Nabarra, precediendo todos ellos a la carroza fúnebre.
El duelo fue presidido
y comandado por Antonio de Bourbon, ya como rey (consorte) de Nabarra, el cual
iba a pie, con la cabeza descubierta, acompañado de su consejo privado, de los
consejeros de los soberanos del Reino de Nabarra, de la gran mayoría de la
nobleza de los Reinos de Nabarra y de Francia, además de un inmenso público
nabarro. La reina Juana III de Nabarra no acudió al estar
nuevamente embarazada de casi nueve meses.
Este enterramiento era
de carácter provisional, ya que Enrique II de Nabarra dejó ordenado en su
testamento que su cuerpo debía ser llevado a Iruinea-Pamplona para ser
enterrado con sus antepasados y que, mientras tanto, fuese depositado en la
iglesia catedral de Lescar. Dicho testamento se lo tomo el nuevo rey de Nabarra
como una orden para recuperar las tierras ocupadas ilegítimamente por las
tropas españoles.
A los pocos días de
las pompas fúnebres, la reina Juana III de Nabarra parió de nuevo un niño
barón, al cual llamaron Luis Carlos de Bourbon-Nabarra y Albret, príncipe de
Nabarra y conde de Marles.
PARTE 6ª: Proyectos
patrióticos e intereses religiosos
Los propios reyes de
Nabarra se repartieron las tareas. Antonio de Nabarra se encargaría de liberar
del yugo español las tierras y gentes nabarras sometidas militarmente por los
colonizadores militares españoles. A su vez, la reina Juana III de Nabarra se encargaría
de la gobernación del Reino.
La primera acción que
tomaron juntos, Juana III de Nabarra y Antonio de Nabarra, fue la formación un
ejército de 2000 hombres, con el señor de Agramont como segundo de mando.
Montaron el campamento en la frontera con la selva del Irati. El rey de Nabarra
envió emisarios a la Corte de Francia, cuyo rey solo envió escusas al rey de
Nabarra rompiendo su promesa de alianza. Así pues, el ejército nabarro se tuvo
que disolver, volviendo los señores a sus feudos y la soldadesca a sus casas.
Pero antes de volver
al castillo-palacio de Pau, Juana III de Nabarra, Antonio de Nabarra, junto a
cuarto señores del Reino Pirenaico y sus respectivas escoltas, se acercaron a
la frontera e intentaron pasar a la Nabarra ocupada por los españoles. Unas
tropas fronterizas españolas les impidieron visitar la Nabarra ocupada. La idea
de Juana III de Nabarra era visitar la Catedral de Iruinea-Pamplona y otros
lugares, para depositar unas flores en las tumbas de los reyes nabarros
anteriores a ella o antepasados.
Por otro lado, la idea
de la reina Juana III de Nabarra era la de modernizar todos los ámbitos del
Reino, ya sean estos políticos, eclesiásticos, económicos… incluso tenía
pensado pavimentar las calles de pueblos y ciudades, la modernización de los
castillos, además de poner en marcha leyes como contra la prostitución, por
ejemplo. Así por ejemplo permitió a predicadores reformistas o protestantes,
realizar su culto por las calles de Pau, asistiendo tanto ella como su marido a
su primer culto reformado ese mismo año 1555.
Juana III de Nabarra
mira con buenos ojos la Reforma cristiana, haciéndoselo saber al vizconde de
Gourdon-Gordon mediante una carta; pero junto a su esposo y como reyes de
Nabarra, continúan adheridos a la iglesia católica de Roma, más por interés
político que por creencia religiosa o mejor dicho, que por aceptación de la corrupta
curia romana.
“La predicación está abierta en público, las calles resuenan
al cantar de los salmos y los libros religiosos se venden libre y abiertamente
en Nabarra”. Palabras de un ministro reformado de la iglesia
de Ginebra, sobre la libertad encontrada en el Reino de Nabarra.
Estando la reina de
Nabarra nuevamente preñada, Antonio de Nabarra partió hacia la Corte francesa
para obtener la reafirmación de la alianza nabarro-francesa contra el Reino de
España. Pero Enrique II de Francia se muestra otra vez totalmente reacio y en
cambio, le ofrece abundantes territorios franceses a cambio del vizcondado del
Bearne perteneciente al Reino de Nabarra. Antonio de Nabarra no se atreve a rechazar
abiertamente la propuesta sin conocer la opinión de su esposa Juana III de
Nabarra, por lo que le envía la propuesta mediante un mensajero. La
contestación de la reina de Nabarra fue firme, corta y seca… “¡No!”.
El rey de Francia como
represalia a la negativa de la reina de Nabarra, quitó la gobernación de la
Guyena al duque de Vendôme por priorizar su condición de rey consorte de
Nabarra a la de vasallo suyo. Antes de partir hacia el Reino de Nabarra,
Antonio de Nabarra visitó los tribunales de Paris, para resolver varios
asuntos. Entre ellos se incluía la partición de la herencia del ducado de
Alençon con su cuñado el duque de Nevers Francisco de Cleves.
Tras ello Antonio de
Nabarra partió de nuevo a la Corte de Pau, con la intención de buscar una nueva
alianza; esta vez con una idea más que extravagante que posible, por no decir totalmente
excéntrica y desequilibrada. Esta idea era atacar al Reino de España por dos
frente, para ello pretendía aliarse con el rey musulmán de Marruecos, quien
invadiría la Península Ibérica con apoyo nabarro para recuperar para el Islam
Al-Andalus, mientras el rey de Nabarra liberaría con la ayuda musulmana la
Nabarra surpirenaica. Pero a su regreso a la Corte de Nabarra, las atenciones
del rey se centraron una vez más en su amada esposa Juana III de Nabarra; tras
ello, procedió a enviar una embajada nabarra con su propuesta al norte de
África.
PARTE 7ª: El clamor del Pueblo nabarro como medicina
Los reyes de Nabarra
tuvieron a inicios del año 1556 a su primera hija. Le pusieron de nombre
Magdalena de Bourbon-Nabarra y Albret. Este nacimiento lo recibieron con gran
ilusión, pero a los pocos días murió la infanta de Nabarra debido a unas
fiebres que padecía desde el mismo día del parto.
Pese al duro traspié
familiar que supuso la muerte de su primera hija, los reyes de Nabarra se
sobrepusieron. Habían conseguido en apenas un año de Gobierno, que el Pueblo de
Nabarra pasara menos dificultades que en épocas anteriores, juntado a que no
había persecuciones religiosas, además de conseguir que la esclavitud sexual
femenina estuviera en ese plazo casi erradicada en su totalidad, en todas las
tierras del independiente Reino de Nabarra.
Por ello el Pueblo de
la Nabarra libre se encontraba esperanzado y con enormes ganas de mostrar su
apoyo público a los reyes de Nabarra; especialmente las muestras de apoyo y
cariño tenían como destinataria a su gobernadora, la reina Juana III de Nabarra.
La embajada enviada
por Antonio de Nabarra al norte de África volvió de vacío. Su esposa Juana III
de Nabarra le pidió a su marido que se dejase de buscar alianzas imposibles,
indicándole que se debían esperar mejores tiempos e incluso otras vías más
viables, señalándole especialmente la búsqueda de opciones diplomáticas, para
con ellas poder liberar a los nabarros surpirenaicos de su esclavitud, los
cuales estaban sometidos y sojuzgados por los españoles.
Por otro lado, el rey
de Francia realizó una propuesta mediante correo diplomático. Dicha proposición
giraba en torno a un contrato matrimonial para el príncipe de Biana, siendo su
hija Margarita de Valois-Orleans-Angulema princesa de Francia, de la misma edad
que Enrique de Bourbon-Nabarra y Albret, presentada como candidata para dicho
enlace a los reyes de Nabarra. Éstos no rechazaron directamente la propuesta del
rey francés, sino que le instaron a dejarla aparcada y analizarla de nuevo en
un futuro no muy lejano.
Ya en el verano del
año 1556, con el Estado Pirenaico floreciendo gracias a la gran labor de Juana
III de Nabarra, el rey y la reina de Nabarra se centraron plenamente en el
Pueblo nabarro. Por ello visitaron entre otras ciudades, villas y pueblos,
Donibane Garazi. Allí fueron recibidos por todos sus habitantes de marera ilusionada,
alegre y gozosa, estando todas las puertas de la ciudad abierta. Tras ello
visitaron Salvatierra del Bearne-Biarno, donde los notables de la ciudad, al
igual que habían hecho antes los de Donibane Garazi, les entregaron las llaves de la ciudad; las
jóvenes del lugar, joviales y sonrientes, les horraron con hermosas flores.
Durante estas visitas,
los reyes de Nabarra juraron uno por uno los diverso Fueros de los pueblos,
villas y ciudades. Y estos rindieron homenaje a Juana III de Nabarra y Antonio
de Nabarra, jurándoles lealtad. Fue una constante durante todo este viaje la
mezcla de asuntos oficiales con festejos populares.
En todos los lugares
que visitaron se presentaron a los reyes de Nabarra las diversas costumbres del
País, propias de cada término o lugar. Este folclore les proporcionó mucha
satisfacción y también un gran entretenimiento, gozando del mismo los reyes,
los nobles, los funcionarios e indudablemente el Pueblo libre del Estado de
Nabarra. Incluso la reina de Nabarra, demostró su conocimiento de las
costumbres vasconas-pirenaicas, junto a su compromiso político con el Pueblo de
Nabarra. Por ello se mezcló con los diferentes grupos de danzantes de la
Nación, que se habían reunido y bailaban en su honor, allá por donde pasaban.
Juana III de Nabarra bailó las diferentes danzas cual andereino dantzari.
PARTE 8ª: La guerra, el
maldito caballo y los hugonotes
Los reyes de Nabarra permanecieron
hasta agosto del año 1557 en la Corte de Pau, atendiendo principalmente los
importantes asuntos existentes en el Reino de Nabarra y contestando a diversas
cartas diplomáticas. Juana III de Nabarra también aprovechó para visitar a su
hijo Enrique de Bourbon-Nabarra y Albret en el castillo de Coarraze, viendo
como este comenzaba a compaginar, de forma hábil, sus estudios con las labores
propias de los campesinos de los alrededores.
El rey de Francia
envió una carta al rey de Nabarra ese mismo mes. Pero no lo hacía por ser Antonio
de Bourbon el rey de Nabarra, sino por ser su súbdito como duque de Vendôme y
gobernador de la región de Picardia. El asunto que tenía la misma era la
invasión militar de dicha región francesa por tropas españolas provenientes de
los Países Bajos. Así pues, el rey de Nabarra pero en calidad de duque de
Vendôme, preparó su partida hacia dicha comarca tras enviar un correo urgente a
su joven hermano el príncipe de Conde Luis de Bourbon, sabedor de que debía de
estar en el frente por sus obligaciones.
Tras un par de días de
preparación, el duque de Vendôme partió con su habitual séquito de militares
franceses. En un carromato le acompañó su esposa Juana III de Nabarra, la cual
llevó a su hijo Luis Carlos de Bourbon-Nabarra y Albret, de escasos dos años,
junto a su ama de llaves y/o aya del principito, al cual no quería dejar solo
tras lo ocurrido con su primogénito el duque de Beaumont. La presencia de la
reina de Nabarra en esta expedición era estaba justificada, al estar debida a
que habían concretado los reyes de Nabarra y duques de Vendôme instalarse en el
castillo de Gaillon, perteneciente al patrimonio de la Juana de Albret por
herencia materna.
Para cuando llegaron
los franceses habían sufrido una espectacular y colosal derrota en San Quintín,
como les informó el príncipe de Conde a su llegada al castillo de Gaillon donde
les esperaba tras conseguir escapar ileso del empuje español. Antonio y su
hermano Luis conversaron durante varios días. No solo de temas políticos del
Reino de Francia, sino también de la Reforma, a la cual pertenecía ya el
príncipe de Condé. A estas últimas charlas prestó gran atención Juana, pero sin
llegar a participar de las mismas.
En un día soleado,
mientras se llevaban a cabo las preparaciones del viaje acordado a la ciudad de
la luz, Paris, donde había una concentración de hugonotes, la aya del joven
Luis Carlos de Bourbon-Nabarra y Albret, sacó a este de la casa. En ese
instante pasaba el mozo de cuadras con el más dócil de todos los jamelgos. Tras
departir de ello con el mozo y ante la atenta mirada de la reina Juana III de
Nabarra desde un balcón, quien dio su permiso, montó al joven principito sobre
el caballo. Pero la mala fortuna hizo que a un soldado francés se le disparara el
arcabuz, asustando al jaco. Este tiró al suelo al lozano príncipe al no estar
fuertemente sujeto por la aya. Cayó al suelo el infante de Nabarra siendo
pisoteado por el penco hasta la muerte. Los gritos de dolor de la reina de
Nabarra, que estaba nuevamente embarazada, fueron colosales y llenos de
congojo.
Así pues el viaje a
Paris se retrasó unos día para enterrar el cuerpo inanimado del infante de
Nabarra. Esto se llevó a cabo en la iglesia de Nuestra Señora de Alençon.
Ya en Paris, los
hermanos Bourbon y Juana III de Nabarra se instalaron en la Corte francesa.
Mientras el rey francés recibía al duque de Vendôme y al príncipe de Condé para
dialogar sobre política francesa, la reina de Nabarra permaneció encerrada en
sus dependencias debido a su enorme tristeza. Finalmente, su esposo y su cuñado
se reunieron con ella y decidieron acudir a un culto reformista, el cual iba a
tener lugar en la misma Corte parisina.
Tras el culto protestante
los reyes continuaron siendo católicos. Esto no les impidió acudir varias veces
a dichos cultos, hasta que un día cientos de hugonotes fueron apresados en las
calles de Paris. El rey de Francia obligó a mirar desde una ventana a los “católicos”
reyes de Nabarra y al protestante príncipe de Conde, como todos esos hugonotes eran
torturados y asesinados. Los reyes de Nabarra decidieron en ese preciso
instante, abandonar lo antes posible la fanática Corte francesa situada en la sangrienta
ciudad de Paris.
PARTE 9ª: Ensueño
en la diplomacia internacional
Los reyes de Nabarra
llegaron a Pau conmocionados de su viaje por tierras francesas. Las noticias de
la brutalidad de la guerra en la comarca de Picardia, la nefasta muerte de uno
de sus hijos en un accidente equino y la masacre de hugonotes por parte de los
católicos en Paris, se marcaron sólidamente en ellos. Realmente en ese viaje
solo tuvieron una alegría.
Esta alegría fue el
nacimiento de la Catalina de Bourbon-Nabarra y Albret princesa de Nabarra y
duquesa de Albret el cual tuvo lugar en la ciudad de la luz. Además con su
retorno a casa y a la vuelta al trabajo obligado por su condición de monarcas,
junto especialmente a la tranquilidad y armonía reinante en el Estado de
Nabarra, poliki poliki, fueron
volviendo a la normalidad.
A los pocos días de
haberse asentado en la Corte de Pau, Juana III de Nabarra tomó la decisión de
que un pastor calvinista se uniera a la educación de príncipe de Biana. Una
decisión muy meditada durante el viaje de regreso al Reino de Nabarra, en la
cual vio más pros que contras.
El rey de Nabarra y el
príncipe de Biana acudieron en abril a la boda del niño-príncipe francés Carlos
de Valois-Orleans-Angulema con la niña-reina de Escocia María Estuardo. Dicha
ceremonia se celebró en Nuestra Señor de Paris.
Allí al príncipe de Biana se le presento a la princesa de Francia
Margarita de Valois-Orleans-Angulema, ambos también niños, pero de cuatro años.
Sus respectivos padres, el rey de Nabarra y el rey de Francia, prorrogaron la
posibilidad de llevarse a cabo un contrato matrimonial para ambos.
De nuevo de vuelta en
la Corte de Pau, Antonio de Nabarra comenzó a preocuparse en serio al fin, de
buscar diversas vías diplomáticas, mediante las cuales poder cumplir su palabra
dada a su esposa años atrás. Dicha promesa era la de liberar la nabarra
surpirenaica sometida por los españoles. No era tarea fácil, ya que la guerra
en la que estaban inversos los Reinos de España y Francia, dificultaba en grado
cualquier intento diplomático al respecto, ya que los gobernantes de dichos Reinos
solo negociaban para su propio beneficio.
En otoño del año 1558,
Pedro Labrit-Albret de Nabarra, apareció en la Corte de Pau sin haber logrado
ningún acuerdo beneficioso para la causa nabarra, tras tres años de estancia en
la Sede Pontificia de Roma gobernada por Paulo IV. Eso sí, informó al rey de
Nabarra que en la biblioteca del Vaticano no estaban las Bulas papales con las
cuales los españoles, esgrimiéndolas cuales espadas, justificaban la invasión
militar del Reino de Nabarra acaecida en el año 1512.
Antonio de Nabarra
intentó que Juana III de Nabarra diera su consentimiento como reina titular, para
que fuera su hermano el cardenal Carlos de Bourbon, quien tomara las riendas en
este asunto. Pero la reina de Nabarra confiaba plenamente en su tío Pedro
Labrit-Albret de Nabarra en este asunto, pese a que este era un supuesto amigo
de los españoles, como algunas lenguas interesadas decían en la Corte de
Nabarra. Aun así, permitió que el cardenal francés estudiase el asunto en los
parámetros legislativos de la iglesia católica de Roma, como la intención de
que sirvieran de base para una demanda nabarra a presentar en la Santa Sede del
emperador de Roma, llegado el caso.
En la primavera del
año 1559, el rey de Nabarra se adhirió a la Reforma alentado por Calvino y
guiado por el pastor Simón Brossier, eligiendo el día de Pascua para tomar por
primera vez la Cena del Señor en un servicio religioso. Dicho acto fue
presidido por el pastor Guillermo Barbaste, tutor del príncipe de Biana, en la
iglesia de San Martin de Pau. La reina de Nabarra asistió al culto, pero
permaneció adherida a la Curia Romana.
El diplomático nabarro
Pedro Labrit-Albret de Nabarra se presentó a mediados del año 1559 en Bruselas
ante el rey Felipe II de España, con una nueva misión diplomática por orden de
Antonio de Nabarra. Dicha embajada se suponía que era personal, pues estaba
llevada a cabo bajo el pretexto de reivindicar sus derechos sobre el monasterio
de Orreaga-Roncesvalles, del cual era su legítimo prior.
Felipe II de España
rehusó reconocer a Pedro Labrit-Albret de Nabarra como titular del monasterio
de Orreaga-Roncesvalles, esgrimiendo la excusa de que no habitaba en él. Algo
imposible ya que el cargo estaba ocupado por el español Antonio Manrique, quien
había sido nombrado por el emperador Carlos I de España y V de Alemania. Le
propuso diversas compensaciones en reiteradas ocasiones, pero el rey de España
nunca cumplió con su palabra.
Por otro lado, el rey
de los españoles demoró el tema de la restitución de lo “robado”, es decir, las
tierras nabarras del sur del Pirineo ocupadas y sometidas por los españoles
tras continuadas invasiones violentas e ilegales. Felipe II de España aplazó la
respuesta hasta su regreso a Toledo, sacando como una excusa muy maleada por la
Casa de Habsburgo. Esta consistía en la necesidad de consultar “el negocio” con
los ministros españoles.
Pedro Labrit-Albret de
Nabarra acompaño al rey de los españoles a Toledo capital del Reino de España.
Felipe II de España celebró Cortes y tras ellas nuevamente dio largas en lo
relacionado con la causa nabarra, entreteniendo al diplomático nabarro con
buenas palabras. La estancia del estellés en Toledo se prolongó varios meses,
hasta que a finales de ese año, Antonio de Nabarra lo llamó a Donibane Garazi
para que le informara. Tras la obligada reunión, el rey de Nabarra le entregó
una carta para el rey de España.
Pero mientras el rey
de Nabarra buscaba una vía diplomática, el rey español volvía a la guerra. El
militar y espía español Pedro Fernández de Gamboa requirió permiso obligado de
su rey Felipe II de España, para invadir la Nabarra libre. El principal objetivo
militar español era secuestrar al rey de Nabarra y someter la ciudad de Baiona-Bayonne,
para después entregarlos al rey de España. Pero fue descubierto por el propio
Antonio de Nabarra, quien capturó al espía y militar español. Éste fue
encarcelado y posteriormente juzgado en tribunal nabarro de Baiona-Bayonne,
donde recibió una sentencia rápida, siendo condenado a morir ahorcado antes de
junio del año 1560.
Felipe II de España
aprovechó el juicio a su subordinado del cual se desmarcó y buscó con ello esconder
su implicación en el asunto del secuestro del rey de Nabarra. A continuación
aprovechó la ocasión para expulsar al embajador Pedro Labrit-Albret de Nabarra
de la Corte española.
PARTE 10ª: La sombra
brillante de una espada afilada
Tras encarcelar al
agente español, Antonio de Nabarra partió con presteza hacia el norte de
Francia. Tras la muerte de Enrique II de Francia el equilibrio político se
había visto afectado. El nuevo rey Francisco II de Francia era menor de edad y
la regencia recayó en su madre Catalina de Medici, pero su inexperiencia fue
aprovechada por el duque Francisco de Lorena-Guisa y por su hermano Carlos de
Lorena-Guisa, tíos de la joven esposa del rey de Francia y reina de Escocia
María Estuardo, para hacerse con el poder. Ambos eran fanáticos católicos y
enemigos tenaces de la Reforma, personificada en el Reino de Francia en los
hugonotes, los cuales se mostraron intransigentes. El partido hugonote estaba
encabezado por el príncipe de Condé y el duque de Vendôme.
El primer día del mes
de febrero los hermanos se reunieron en Nantes con otro líder hugonote, el
almirante Gaspar de Coligny-Chantillon, al cual le mostraron la conjura
preparada por el noble Jean du Barry. Pero el nuevo líder hugonote rechaza
cualquier acto de violencia y se retira a sus posesiones. Además, debido a su
gran influencia, impidió que la nobleza protestante de la Normandia se uniese
al complot que pretendía secuestrar al rey de Francia.
Los conspiradores
hugonotes prepararon el golpe para el primer día de marzo, pero tuvieron que
retrasarlo hasta mediados de mes, al ser trasladado Francisco II de Francia del
castillo de Blois al castillo de Amboise. Pero antes de que pudieran llevarlo a
cabo, los hermanos de la Casa de Lorena-Guisa, enviaron a sus caballeros a
registrar las cercanías de Amboise, deteniendo conspiradores hugonotes durante
seis días. Al día siguiente son ejecutados los primeros hugonotes, la mayoría
ahorcados en sus propios castillos, otros fueron ahogados en el Loira. Cuando
detuvieron a Jean du Barry lo descuartizaron, poniendo sus miembros repartidos
por toda la ciudad.
También fueron
detenidos el príncipe de Condé y el duque de Vendôme. El estatus de príncipes
de sangre obligaba a que debieran ser juzgados por el Tribunal de los Pares de
Francia. Y en caso de que dicho Tribunal dictara sentencia de culpabilidad, el ajusticiamiento estaba obligado a ser más
“benévolo” que el ahorcamiento, el ahogamiento en agua o el descuartizamiento,
ya que las leyes francesas estipulaban que los príncipes de sangre debían ser
decapitados con espada.
Enrique de Boubon-Condé
fue puesto en libertad a la semana siguiente, pero ese no fue el destino Antonio
de Nabarra, quien permaneció encarcelado a espera de ser llevado ante el
Tribunal de los Pares de Francia.
Juana III de Nabarra
sin tener conocimiento de lo que ocurría al norte de Francia, seguía gobernando
el Estado de Nabarra. En marzo de ese año promulgó un Edicto que instaba a los
obispos católicos a controlar y castigar a sacerdotes y monjas. En el mismo
también, prohibía a los pastores calvinistas la predicación del culto sin estar
autorizados por dichos obispos.
Pero tan pronto
llegaron las noticias a la Corte de Pau, Juana III de Nabarra partió a la
odiosa Corte de Paris. Su apresurado viaje era precedido por un mensajero. Éste
llevaba una carta a la reina madre de Francia Catalina de Medici, pidiéndole benevolencia
para su marido dada su condición de rey de Nabarra.
Pero la reina madre de
Francia ya había intercedido por Antonio de Nabarra ante el Tribunal francés. Sobre
el duque de Vendôme todavía se percibía la sombra brillante de una espada
afilada. Catalina de Medici consiguió que fuera trasladado a la Corte de Paris,
donde sería vigilado y sufriría el arresto en una dependencia acorde a su
condición de príncipe de sangre. Pero no era un acto de bondad, ya que Catalina
de Medici tenía la intención de arrastrar al duque de Vendôme a su causa, que
no era otra más que la de sus hijos, para contrarrestar con ello el poder que
habían conseguido los hermanos Lorena-Guisa.
PARTE 11ª: La traición
de Antonio y la ira de Juana
Catalina de Medici
conocía bastante bien a los reyes de Nabarra. En primero lugar conoció la
faceta de mujeriego de Antonio de Bourbon, cuando este aún no se había
relacionado con Juana de Albret. Le sorprendió y mucho el abandono de las
faldas que hizo el duque de Vendôme tras su primer contacto secreto con la por
entonces princesa de Biana. Esto le decía mucho del fuerte carácter de la
nabarra, pues el duque de Vendôme siempre se había mostrado como un hombre
débil y fácilmente manejable al enloquecer por cualquier falda.
Ya cuando se rumiaba
en la corte de Paris un posible matrimonio entre ambos, Catalina de Medici,
desde la sombra ya que su esposo estaba siempre en los actos oficiales junto a
su amante, vio la única debilidad existente en la nabarra. Esta era su sincero
y puro amor por Antonio, junto a unos celos reprimidos en público, pero
latentes para ella. La propia Catalina de Medici los disimuló durante largos
años, vengándose con gran saña de la amante de su esposo tras la muerte
accidental del rey de Francia.
La reina madre de
Francia tenía una dama de compañía que había mostrado en varias ocasiones sus
dotes de seducción. Sabedora de que la única forma de atraer a su bando al
duque de Vendôme era romper su estable y hasta la fecha leal relación con la
reina de Nabarra, encarga a dicha dama de nombre Luisa de La Béraudière de
Rouhet, la misión de acostarse con Antonio de Nabarra, pero solo después de que
entre Juana III de Nabarra en la Corte de Paris.
La idea no le disgustó
a la dama de Catalina de Medici, ya que Antonio de Bourbon seguía siendo un
hombre apuesto, guapo y atleta, al cual se le reconocía por su valentía en el
campo de batalla. Así pues, la belle
Rouhet comenzó a utilizar sus diversas armas seductoras con el duque de
Vendôme, el cual inicialmente muestra resistencia a los encantos de Luisa de La
Béraudière de Rouhet, rechazándola en varias ocasiones. Pero la misión que le
había dado la reina madre de Francia no asustaba a la joven cortesana. Era
perseverante y no abandonaba la compañía de Antonio de Nabarra, agasajándolo
con cumplidos, piropos, riendo sus chistes y dejando continuamente entrever sus
maravillosos encantos femeninos.
Es entonces, en ese
contexto, cuando Juana III de Nabarra llegó a la Corte de Paris con un pequeño
séquito y su escolta nabarra. Rápidamente fue a ver a su marido y se lo
encontró fornicando con la dama y amiga de Catalina de Medici. La reina de
Nabarra no dijo nada, solo desapareció la bella sonrisa de su cara blanquecina.
Así pues, seria y enfadada, pero con sobriedad y firmeza, sin mostrar cualquier
signo de irritación, dio media vuelta e indicó a su séquito y escolta que
volvían al Reino de Nabarra de este modo: “¡Volvemos
a Nabarra! ¡Antonio no me necesita!
En menos de una hora la
reina de Nabarra salía de Paris por la misma puerta, e igual de esbelta que
cuando entró. Su imagen no dejaba ver el dolor que tenía en su corazón, el cual
se iba rompiendo más y más al recordar de manera continuada aquellas palabras
que en su día le había agasajado Antonio. Se sentía colosalmente traicionada y
también profundamente humillada. Conforme hacían quilómetros esos sentimientos
se iban transformando en rabia e ira.
(…) “tú y yo, mi señora, tú y yo” “tú y yo, mi señora, tú y
yo” “tú y yo, mi señora, tú y yo”… retumbaba una y otra
vez con la tonalidad vocal de Antonio de Bourbon, en la mente dolorida de Juana
III de Nabarra mientras salía de Paris.
Recordó también su
lucha desde niña contra las imposiciones de la época por ser sencillamente una mujer
de pensamiento libre. Ella, defensora
del amor había sido traicionada por su amado. No lo entendía. “¿Cuántas veces lo habrá hecho?” Se
preguntó a sí misma la reina de los nabarros.
Juana cabalgaba sería,
pero no enfurruñada. No hablaba con sus acompañantes y estos, entre temerosos y
respetuosos, no hablaban con ella. Entonces llegaron a Vendôme, feudo de su
esposo Antonio. Juana desató su ira. Paró la marcha y ordenó a su escolta que
saquearan, destrozaran y quemaran la iglesia-colegio, los cuales cumplieron las
órdenes de la reina de Nabarra sin rechistar.
Este no fue un acto
incentivado o movido por el fanatismo de unas creencias religiosas, sino que en
verdad fue un acto de gran ira debido a un enorme desamor.
Esta acción brutal a
la par de simbólica, la realizó Juana para hacer entender a Antonio que su amor
había terminado. En dicha iglesia yacía el cuerpo del primogénito de ambos, el
duque de Beaumont, que había muerto a la edad de dos años.
En su día, Juana se
negó a atender una petición de su padre Enrique II de Nabarra. Dicha postulación
era simple y correcta a la vez, a la par de sencilla. El niño o la niña, debía
nacer en el Estado Pirenaico por su condición de primogénito o primogénita de
la heredera al trono de Nabarra, lo que le convertía en el segundo en la línea
de sucesión tras su madre. Y la negativa de Juana al rey de Nabarra fue naturalmente
por amor, atendiendo y anteponiendo entonces la petición y el deseo de su
Antonio, antes que cumplir las órdenes de su padre el rey de Nabarra. Así pues,
la destrucción de la iglesia-colegio de Vendôme en realidad fue para Juana, la
destrucción de la mayor muestra de amor que había realizado ella a Antonio.
Juana III de Nabarra tras
descargar su furia con dicho acto vandálico, con una simbología clara de lo que
para ella era el desamor, dio por finalizada para sí misma y para siempre, su
relación conyugal con Antonio. Entonces, más relajada, marchó sin remordimiento
alguno hacia el Estado de Nabarra, sin parar ni para dar de beber a los
caballos.
PARTE 12ª: Nada de
amor, solo política
Para cuando Antonio de
Nabarra fue informado, la reina de Nabarra ya se encontraba en la Corte de Pau.
La notificación de lo sucedido en Vendôme a Antonio de Bourbon fue
intencionadamente retardada por Catalina de Medici, quien intencionadamente había
ordenado que cualquier mensaje o carta que tuviera como destinatario el duque
de Vendôme, debía pasar antes por ella.
Antonio ni siquiera
había intuido que Juana había presenciado su traición. Pasó toda la noche con
la cortesana parisina y no salió de la alcoba hasta las 12 de la mañana del día
siguiente. Por el contrario, la noticia del saqueo e incendio de la
iglesia-colegio de Vendôme había llegado a la Corte de Paris sobre las 4 de la
mañana. Tras conocer la noticia de mismísima boca de Catalina de Medici,
Antonio de Bourbon montó en cólera y exclamó iracundo: “¡Me divorcio y la meto en un convento!”.
A pesar que Catalina
de Medici se sentía victoriosa, calmó al duque de Vendôme, ya que si este se
divorciaba dejaba de ser rey de Nabarra, e incluso, sabiendo ella que Juana era
mucha Juana, el que podría acabar en un monasterio era realmente el propio Antonio.
Así pues, sin ninguna muestra de arrepentimiento por parte del duque de
Vendôme, éste se volvió a encerrar en sus aposentos junto a la lozana cortesana
Luisa de La Béraudière de Rouhet, a la cual ya se le empezó a conocer como la
amante del duque Antonio de Bourbon; primero en la Corte, después en Paris y
finalmente en toda Francia.
A la reina madre de
Francia ya no le interesaba prorrogar más la presencia del duque de Vendôme en
la Corte de Paris. La posibilidad de un divorcio conllevaría la pérdida casi
absoluta de conseguir que el príncipe de Biana fuera a la Corte parisina e incluso
que se rechazase a alguna princesa francesa como candidata a un contrato
matrimonial y la imposibilidad de tener en su órbita al Reino de Nabarra. Para
colmo las noticias que llegaban desde la Corte de Toledo, sobre la posibilidad
de llevarse a cabo un contrato matrimonial entre la sobrina del rey de España e
hija del archiduque de Austria, Isabel de Habsburgo-Austria y el hijo de la
reina de Nabarra, el príncipe de Biana Enrique de Bourbon-Nabarra y Albret, era
muy preocupante para los intereses del Reino de Francia.
Por ello ordenó a su
dama y cortesana la belle de Rouhet
que se marchará de la Corte tras excusarse con Antonio de Bourbon por un lado.
Y por otro, ordenó al Tribunal de pares de Francia que liberara al duque de
Vendôme. Para ello realizó una maravillosa actuación en el mismo, ante la
presencia del príncipe de Condé y hermano del duque, el cual ya había sido
liberado con anterioridad.
Catalina de Medici tras
conseguir, o mejor dicho ordenar la libertad para Antonio de Bourbon, se reunió
con él y le convenció de que fuera al Reino de Nabarra para reconciliarse con
su esposa Juana III de Nabarra y también para que trajera a la Corte de Paris
al príncipe de Biana con el pretexto de completar su educación. El duque de
Vendôme fue acompañado en dicho viaje por su hermano el príncipe de Condé.
Mientras, en la Corte
de Pau, la reina de Nabarra había vuelto a sus obligaciones de gobernadora
soberana del Estado de Nabarra. Una de las primeras cosas que realizó fue
llamar a su presencia al príncipe de Biana, el cual contaba con siete años. A
pesar de su corta edad ya era muy querido en todo el Reino por su gran
compromiso con los labradores y campesinos de los alrededores del castillo de Coarraze,
pues todos los días, desde el punto de la mañana se unía a ellos en sus labores
y trabajos. Además, Juana III de Nabarra acudía regularmente a las
predicaciones del pastor calvinista Michelet, junto a su hijo el príncipe de
Biana y molinero de Barbaste, como
era apodado por el pueblo nabarro.
Pero los más próximos
a Juana III de Nabarra notaron un cambio significativo en la Reina de los
nabarros. Estaba sería, había perdido su alegría natural y solo sonreía cuando
se encontraba junto a sus hijos Enrique y Catalina. Todos se preguntaban qué
habría pasado en Paris, pero nadie tenía la valentía de preguntárselo a la
propia reina. Ni siquiera su leal y gran amigo el señor de Agramont, aunque
este intuyó que la tristeza que desprendía su gran amiga la reina de Nabarra,
no era debida a motivo político, sino más bien por razones de amor.
Antonio de Bourbon y
su hermano llegaron en julio al pueblo de Mas de Agen, cerca de Nerac, donde
coincidieron y se reunieron con Pedro Labrit-Albret de Nabarra, quien también
se dirigía a la Corte de Pau. Este
entregó al rey de Nabarra una carta del rey de España, la cual estudiaron,
retrasando con ello su viaje, teniendo que pernotar en dicho pueblo. Antes de
la media noche la reina de Nabarra fue informada de la inmediata llegada del
duque de Vendôme a Pau, prevista para las 12 de la mañana del día siguiente.
Así pues, los hermanos
Bourbon y el tío de la reina de Nabarra, entraron en el castillo-palacio de Pau
poco antes de las doce; pero la reina de Nabarra no se encontraba en él, siendo
los recién llegados informados de que, Juana III de Nabarra se encontraba junto
a su hijo escuchando misa católica en el
convento de los agustinos. Prestó se encaminó hacia allí Antonio de Bourbon,
entrando en la iglesia con la misa empezada, interrumpiendo con ello el rito católico. Esto alertó de su presencia
a la Reina de Nabarra, situada en un puesto privilegiado en el altar, la cual
se levantó y a viva voz dijo: ¡El Duque
ha venido al convento de la Reina!
PARTE 13ª: Efímera victoria
nabarra en Roma
Lo ocurrido en la
capilla del convento de los agustinos fue mucho más que un acto simbólico.
Juana III de Nabarra había escogido a la perfección las palabras con las cuales
se dirigió a Antonio de Bourbon y también el lugar. Con ellas se reafirmaba y se
confirmaba el fin definitivo de su relación matrimonial, a la vez que le
indicaba al duque de Vendôme que su convento, queriendo decir el Reino de Nabarra,
estaba bajo su gobierno, además al estar junto a la reina de Nabarra su hijo
Enrique de Bourbon-Nabarra y Albret, daba claramente a entender de que la
educación del príncipe de Biana la designaba ella, ya sea en el catolicismo o
en la Reforma.
Aun así, la reina de
Nabarra sabía que necesitaba seguir tratando como rey de Nabarra a Antonio de
Bourbon, ya que las negociones que iban a realizar para buscar la restitución
de la soberanía nabarra, en las tierras del sur del Pirineo ocupadas y
sometidas por los españoles, se iban a desarrollar en la Corte infecta, misógina
y machista del Estado Pontificio de Roma, donde era mucho más que mal visto,
que una mujer tuviera el gobierno de un Estado y aún más si esta mujer era
Juana III de Nabarra, cuya fama de indomable le precedía.
Juana III de Nabarra
ordenó a Antonio de Bourbon que fuera él, en su condición de rey consorte de
Nabarra, el que firmase los documentos que el diplomático y clérigo católico
Pedro Labrit-Albret de Nabarra iba a presentar en la Santa Sede de la Curia
romana. Tras ello, Pedro Labrit-Albret de Nabarra partió hacia la Península
Itálica, llegando finalmente a la ciudad eterna de Roma en noviembre del año
1560, siendo recibido a los cinco días por el mismísimo emperador de la
República Católica y Apostólica de Roma o el papa Pio IV, en audiencia privada.
En ella lo primero que comunicó al sumo pontífice lo siguiente:
“(…) del mal que algunos malvados herejes y sediciosos
habían querido hacer a la reputación del rey y de la reina de Nabarra,
sirviéndose con falso título de su nombre para cubrir sus malvadas opiniones y
perversa voluntad. (…)”.
Pero la maquiavélica
diplomacia española se puso rápidamente en marcha. Así el ministro y
diplomático español Francisco de Vargas, tan pronto tuvo conocimiento de las
pretensiones del embajador nabarro, trabajó con todos los medios que tuvo a su
alcance para desbaratar las legítimas demandas nabarras.
Francisco de Vargas
sostuvo ante el papa que el rey de Navarra
era el rey Felipe II de España, y que éste ya le había dado la obligada
obediencia. El papa le contestó que era verdad, pero que se podría recibir la
obediencia de Juana de Albret y Antonio de Bourbon sin perjuicio del rey
español. Un cardenal francés intervino diciendo que no se podía negar que el
duque de Vendôme poseía muchos territorios del Estado de Nabarra. El embajador
español, de forma alterada, replicó que la privación hecha por el papa Julio II
afectaba a todo el Reino Pirenaico y que, como ya había prestado la obediencia
debida al papa el rey Felipe II de España por Navarra, no era justo tomarla nuevamente de otro.
Pio IV llamó al diplomático
español para decirle que a causa de las “herejías” que corrían por Europa,
convenía muy mucho recibir la obediencia de los duques de Vendôme. Además y en
principio, la Iglesia Romana Católica y Apostólica no debía cerrar su gremio a
los que vienen a ella. Pero como contrapartida para dejar contento al español, le
informó a Francisco de Vargas que se quitaría cualquier inconveniente de la
declaración del papa al tiempo de la ceremonia, que se entendiese por parte
española como perjuicio sobre los intereses su rey.
Pero el embajador
español Francisco de Vargas, en dos ocasiones más, le insistió al papa que los
duques de Vendôme venían no por religión, sino por miedo. Los acusó de ser la
cabeza de la secta luterana y que en nada debía sufrir la reputación cristianísima
del rey de España. Así pues, debía bastar con recibir Pedro Labrit-Albret de
Nabarra de forma privada, sin ser oficial, solo con la presencia de algunos
cardenales y sin admitirle en público su obediencia en nombre de Juana de
Albret y Antonio de Bourbon como reyes de Nabarra, por lo que de ningún modo
debía de llevarse a cabo en sala de reyes.
Esta vorágine
diplomática, fue desde su inicio fue un continuo toma y daca de demandas y
repuestas, las cuales finalmente causaron cierta antipatía hacia el embajador español
por parte del sumo pontífice y también por los cardenales.
Ante la nefasta
actuación diplomática para los intereses españoles por parte de Francisco de
Vargas, el conde de Tendilla, embajador extraordinario español en la Santa
Sede, mostró un carácter más comprensivo, no viendo tantos inconvenientes en lo
demandado por Pedro Labrit-Albret de Nabarra. A su juicio y en consonancia con
otras de las reconocidas como malignas cualidades imperiales españolas, el
menosprecio y la censura, tal vez fuera mejor no tratar de ello, ignorado la
existencia del Reino de Nabarra, pues viniendo al papa desde el principio el
asunto lo que le convenía con el poderoso Reino de España, no los llamaría
reyes ni aceptaría su obediencia por el Reino de Nabarra, sino por las tierras que
los duques de Vendôme poseían.
Para este diplomático
español, los otros puntos no eran de substancia, además el lugar no importaba,
pues ya con antelación histórica los sumos pontífices, cuando querían honrar a
algunos nobles, habían permitido que éstos les prestasen obediencia en sala de los
reyes, aunque no fueran reyes. De esto había dos ejemplos llevados a cabo poco
antes, los juramentos de la señora de Venecia y el duque de Florencia. El que
les llamase reyes su embajador, Pedro Labrit-Albret de Nabarra, no le otorgaba
derecho alguno de serlo, al menos en la opinión imperialista del embajador
extraordinario español en nombre de Felipe II de España.
A pesar de la firme
oposición del otro diplomático español Francisco de Vargas, el papa desde un
principio siempre se había mostrado predispuesto a recibir al emisario del
Reino de Nabarra en pleno consistorio, como a los demás embajadores, pero tuvo
un momento de vacile cuando supo por parte del nuncio pontificio en Paris, que
el hecho no agradaría tampoco al rey de Francia. Este nuevo golpe para la causa
legitimista nabarra llegó promovido por
la Casa de Guisa, enemiga de la Casa de los Bourbon, la cual ostentaba el poder
real durante la regencia que poseía Catalina de Medici al ser su hijo Francisco
II de Francia menor de edad.
Ante tal presión, de
política antinabarra, promovida desde los Reinos de España y de Francia, el
papa Pio IV propuso a Pedro Labrit-Albret de Nabarra que se contentase con una
recepción privada. Pero el representante nabarro desplegó todas sus habilidades
diplomáticas y pese a la oposición de los españoles y de los franceses, logró
triunfar en la múltiple indecisión que tuvo el papa. En consecuencia el
consistorio papal fijó para el 14 de diciembre del año 1560 el juramento de
Juana y Antonio como reyes de Nabarra en la sala Regia del Vaticano.
Mientras en la Corte
nabarra de Pau, Antonio de Bourbon recibió una carta esperanzadora para el
pleito nabarro presentado en la Santa Sede. A decir verdad, desde que el duque
de Vendôme había llegado a Pau, había mantenido una correspondencia fluida con
la Corte francesa de Paris con dos personas. Una era la llevada a cabo con su
amante la cortesana francesa Luisa de La Béraudière de Rouhet, de índole
romántico-sexual y la otra con la reina madre de Francia Catalina de Medici,
siendo ésta de exclusivo índole político.
Gracias a la
correspondencia con ésta última, Antonio de Bourbon había conocido la muerte de
Francisco II de Francia y el nombramiento como rey de Francia de su hermano
Carlos IX de Francia. Con ello desparecían
del poder los tíos de la reina María de Escocia, los Guisa, al retornar la viuda
de Francisco II de Francia a su Reino en las Islas Británicas. Por ello la
nueva regencia de Catalina de Medici le otorgaba realmente el poder absoluto,
siendo su primer acto político el de nombrar y titular al duque de Vendôme como
Teniente General del Reino de Francia.
Antonio de Bourbon
pidió audiencia con la reina de Nabarra y en dicha reunión le informó de su
nombramiento militar en el Reino de Francia. Juana III de Nabarra vio en ello
una oportunidad política, y le dijo al duque de Vendôme que no podía rechazar
dicho nombramiento, el cual, aparte de las obligaciones que ello acarreaba en
la persona de Antonio de Bourbon, podría significar que se obtenía un apoyo firme
por parte del reino de Francia, en la demanda presentada en la Sede Pontificia
por el Reino de Nabarra.
Llegado el día del
juramento, concretamente momentos antes del acto, el papa volvió a titubear e
indicó al embajador francés Felipe Babou la conveniencia de proceder en otra
sala con la ceremonia, tomando por escusa
el frío y el mal tiempo. Dicho embajador, que ya había recibido nuevas
órdenes, comunicó en su propio nombre y en el de Pedro Labrit-Albret de Nabarra,
su rechazó enérgico ante aquel frívolo pretexto, exigiendo del papa Pio IV el
cumplimiento de la palabra dada al embajador del Reino de Nabarra.
Finalmente y ante la
presentación documental por parte del diplomático nabarro, con la
importantísima noticia de la anulación de las bulas del papa Julio II, al
demostrar que habían sido creadas y realizadas ad doc por el rey español Fernando II de Aragón desde su Cancillería,
pero ya en tiempos del papa Clemente VII, fue donde quedó sentenciado la
restitución de lo sustraído, la cual solo podía llevarse mediante la reintegración
del Reino de Nabarra a sus legítimos titulares; o una compensación sobre ello.
Toda la documentación
presentada por el embajador nabarro influyó supremamente en el emperador de
Roma o papa Pio IV, predisponiéndolo para que finalmente recibiera la
obediencia de los los legítimos reyes de Nabarra Juana de Albret y Antonio de
Bourbon, de la mano de Pedro Labrit-Albret de Nabarra, celebrándose con ello el
acto formal en el consistorio debido, con la solemnidad obligada y acostumbrada
al ser soberanos de un Estado independiente.
Pedro Labrit-Albret de
Nabarra finalmente rindió homenaje al Santo Padre en nombre de los reyes de
Nabarra, pronunciando en latín un brillante discurso. Dicho alegato había sido
preparado por el famoso humanista occitano Marco Antonio Murèth. Le contestó en
nombre de la Santa Sede el canciller pontificio Florebellius. De éste acto se constituyó
un proceso formal que fue firmado y legitimado por todos los cardenales, ante
la ausencia intencionada del embajador español Francisco de Vargas, cumpliendo
con ello la orden dada por Felipe II de España, el cual comenzaba a preparar un
recurso sobre la sentencia contraria al Reino de España, donde se obligaba la
restitución de lo robado al Reino de Nabarra o en su defecto de una
compensación a Juana III de Albret y Antonio de Bourbon.
Ante una noticia de
tal magnitud, sesenta embajadores protestantes llegaron desde diversos principados
de Alemania, de condados y ducados de Flandes, del reino de Inglaterra y de muchas
comarcas del Reino de Francia a la Corte de Pau. Todos ellos suplicaron a los
reyes de Nabarra para que no aceptasen al legado pontificio, a la vez de que no
rehusasen respaldar a los protestantes.
Los reyes de Nabarra
admitieron en todo y por todo al legado pontificio que había acudido a la Corte
de Pau en nombre de la Sede Apostólica. Esto fue debido por la gran diligencia
de Pedro Labrit-Albret de Nabarra y otros católicos. Pero de facto, no sólo le
fue dada la obligada obediencia al legado del papa, sino que se les otorgó
licencia, instándoles a salir de la Corte de Nabarra, a todos los embajadores
protestantes, entre los cuales destacaba la figura de un pastor calvinista francés
de la Borgoña Teodoro de Brèze, discípulo de Juan Calvino, como representante
de la iglesia de Ginebra, Confederación Helvética.
La información de lo
ocurrido en Roma también llegó a los nabarros que sufrían la ocupación militar
española. Fue en forma de una carta del propio papa Pio IV a Felipe II, donde se
instaba al rey de España a restituir con presteza, la totalidad de las tierras
nabarras ocupadas por su ejército colonial, las cuales, de forma ilegítima,
habían sido usurpadas a sus legítimos propietarios, los reyes Juana III de
Nabarra y Antonio de Nabarra.
La noticia que contenía
la misiva fue recibida con mucha alegría e ilusión por el pueblo nabarro, que
estaba sometido y sojuzgado. Esto produjo una rápida contestación por parte de
los militares colonialistas españoles, que procedieron con urgencia como solo
saben los españoles. Así pues, llevaron a cabo una represión violenta y brutal
contra todos aquellos a los que se les pillaba con una copia de dicha carta o
se reunían para comentar la probabilidad de la restitución de la monarquía
nabarra, instaurando nuevamente mediante
el ruido de sables, las encarcelaciones, la tortura y las ejecuciones, un nuevo
periodo de terror y consternación entre los nabarros sometidos, esclavizados y
brutalmente perseguidos.
PARTE 14ª: El
secuestro del niño príncipe
Antonio de Bourbon y
Pedro Labrit-Albret de Nabarra, tuvieron varias reuniones hasta finales del
año, con las cuales buscaban hallar en modo más rápido y pacífico, para la
transición hacia la libertad para los nabarros surpirenaicos, como había
quedado estipulado en la Santa Sede Católica de Roma. Incluso el rey consorte
de Nabarra, embriagado por la ilusión, creyó que el clérigo católico cortesano
de Nabarra, podría ser aceptado en Roma como embajador ordinario.
Antonio de Bourbon y
Juana III de Albret tuvieron por su lado otra reunión. En ella solo despacharon
asuntos políticos, llegando al acuerdo de recompensar a Pedro Labrit-Albret de
Nabarra mediante una mitra de obispo católico. Con ella premiaban una larga
carrera de servicios y lealtad al Estado de Nabarra, además de disponer de un
instrumento más disciplinado y más eficaz para hacer valer sus reclamaciones en
y ante los Estados Pontificios.
Por otro lado,
concretamente el día de la Natividad de Jesús, Juana III de Nabarra, en
privado, durante un culto calvinista tomó el sacramento de la Santa Cena,
significando con ello su abjuración de la Fe Católica, aunque de momento no lo
hizo público, pues había que esperar el cumplimiento de lo ganado por la
diplomacia nabarra ante la Curia Romana.
Ello no impidió que a
mediados del mes de enero del año 1561, tras ser informado Juan Calvino por los
pastores protestantes que estuvieron en dicho acto en Pau, éste felicitó
mediante correo personal a la reina de Nabarra por su transición a la Fe Reformada.
Juana III de Nabarra, en otra carta privada le contestó:
“(…) yo digo comenzando por la Religión que después del año
mil quinientos sesenta, no hay nadie que sepa bien lo que es que Dios por su
Gracia me ha retirado de la idolatría y estoy muy dichosa por haberme recibido
en su Iglesia…”
La conversión de Juana
de Albret al protestantismo estuvo basada en gran parte por el ideario
reformista, principalmente en lo que atañía a la corrupción de la Curia Romana.
Una jerarquía donde la permisibilidad hacia los hombres que incumplían el
juramento matrimonial en lo referente a fidelidad, era incluso incentivada por
los altos cargos eclesiásticos católicos mientras que era perseguida si dicha
promiscuidad la llevaba a cabo una mujer. Además era bien sabido que ellos
mismos incumplían con el obligado celibato, rodeándose de jóvenes cortesanas
como aquella con la cual pilló follando al traidor de Antonio de Bourbon.
Pero también por el
menosprecio continuado de la jerarquía católica hacia el talento de las mujeres,
a las cuales se las difamaba e insultaba cuando ostentaban puestos de poder, utilizando
la burla soez sin fijarse para nada en sus capacidades y dotes de gobierno, las
cuales eran incuestionablemente muy superiores a la de los machos en muchas
ocasiones y situaciones, potenciando siempre de forma intencionada, desde la
Curia Católica, únicamente y de forma aplastante, una educación para la mujer
dirigida a la total y suprema sumisión al hombre.
Por cierto, a pesar de
lo supuestamente conseguido en Roma por su tío Pedro Labrit-Albret de Nabarra,
seguía sin poder fiarse de ellos, ya que siempre la Curia Romana se había
posicionado en contra de sus padres Enrique II de Nabarra y Catalina de
Nabarra, los legítimos reyes de Nabarra, atendiendo siempre todas las falsarias
acusaciones españolas y denegando por un lado las legítimas demanda nabarras, o
si están eran favorables no haciendo que se llevaran a cabo, a pesar de su
obligado cumplimiento según la propia Jerarquía Católica.
Pedro Labrit-Albret de
Nabarra por mandato de los reyes de Nabarra, escribió una nueva carta a Felipe
II de España de índole diplomático. En ella daba fe del logro diplomático
nabarro en Roma y del interés de la Santa Sede en la restitución plena de las
tierras nabarras, las cuales seguían ilegítimamente ocupadas por los españoles
a sus legítimos propietarios, Juana de Albret y Antonio de Bourbon.
Por otro lado,
llegaron nuevas cartas de Paris. A parte de las dos habituales para el duque de
Vendôme, llegó una a la propia reina de Nabarra de parte de Catalina de Medici.
En ella le rogaba dar permiso a Antonio de Bourbon para que acudiese a la Corte
francesa de Paris, donde estaba obligado a recoger y jurar su nuevo cargo como
teniente general del Reino de Francia. El trato recibido en la carta de
Catalina de Medici agradó mucho a Juana III de Nabarra, quien dio su permiso a
Antonio de Bourbon para marchar a la libidinosa Corte existente en la ciudad de
la luz.
Incluso sin ni
siquiera pensó que ello supondría un nuevo encuentro erótico del duque de
Vendôme con su bella amante Luisa de La Béraudière de Rouhet, pues realmente ya
esos asunticos del duque no le interesaban para nada a la reina.
Pero lo que no sabía
la reina de Nabarra, es que en la carta privada que había recibido Antonio de
Bourbon, la reina madre de Francia le ordenaba que debiera ir con su hijo el
príncipe de Biana para ser educado a la francesa. Por supuesto el traidor de
Antonio de Bourbon no le dijo nada a Juana III de Nabarra y en su marcha hacia
Paris pasó por el castillo de Coarraze, donde solo se hallaba la baronesa de
Moissans, su prima Susana de Bourbon-Busset, ya que su marido, el barón Juan de
Albret, se encontraba atendiendo sus obligaciones como gobernador y teniente general
del Reino de Nabarra.
El duque de Vendôme,
sin bajarse del caballo, le ordenó a su prima que trajese a su hijo el príncipe
de Biana. La baronesa de Moissans había salido a recibir la comitiva del rey
consorte de Nabarra. Desde la entrada de la puerta del castillo le comunicó a
su primo Antonio de Bourbon, que su hijo Enrique estaba practicando el arte de
la caza junto a unos campesinos, los cuales le habían enseñado la máxima de
dicho oficio, “Solo se mata lo que se va comer”.
Un sirviente de la
baronesa corrió al bosque a buscar a Enrique de Bourbon-Nabarra y Albret.
Cuando le encontró le informó que su padre el rey de Nabarra había requerido su
presencia en el castillo de Coarraze. El príncipe de Biana, tras entregar las
herramientas de caza a uno de sus amigos, corrió hasta el castillo y tras
escuchar a su padre recogió sus cosas y montó junto a él. Pero el destino no
estaba donde se encontraba su madre, sino en aquella Corte que había visitado
con apenas cuatro años y cuyos breves recuerdos no le entusiasmaban demasiado.
PARTE 15ª: Tiempos de
tramas, espías y mentiras
La partida del
príncipe de Biana hacia la Corte francesa fue un duro golpe para Juana III de
Nabarra y para todos los nabarros. Pese a sentirse nuevamente traicionada por
el duque de Vendôme, esta vez la actitud de la reina de Nabarra fue realmente
moderada. No montó en cólera, sino que preparó unos despachos para el rey
consorte de Nabarra, los cuales llevaría Pedro Labrit-Albret de Nabarra en
persona.
Antonio de Bourbon se
llevó una desagradable sorpresa a pocas leguas de Paris. Un batallón de la
caballería real francesa había salido no solo a buscarlos y escoltarlos, sino
que realmente habían salido para que el príncipe de sangre francés no pusiera
pies en polvorosa. El motivo de tan alarmante acto para el duque de Vendôme era
desconocido, hasta que un oficial de la guardia real francesa le informó de que
estaba detenido bajo la acusación de complot y que en prisión le esperaba su
hermano el príncipe de Condé.
El príncipe de Biana fue
apartado de su padre el rey de Nabarra nada más atravesar las puertas de la
muralla que rodeaba Paris. A continuación fue llevado junto a los hijos de
Catalina de Medici, incluido el propio rey Carlos IX de Francia. Mientras
Antonio de Bourbon fue conducido ante Catalina de Medici. Esta escena fue
observada por la amante del duque de Vendôme por permiso expreso de la reina
madre de Francia. Su objetivo mantener la distracción del Bourbon.
Catalina de Medici no
se anduvo con rodeos y fue directa al grano. Antonio de Bourbon en su condición
de príncipe de sangre, podría litigar en el Tribunal de los Pares de Francia
por la regencia del Reino francés. Los protestantes franceses con ello habían
comenzado a proyectar su dirección en el primer príncipe de sangre. Ese mismo
Tribunal había condenado a muerte al hermano del duque de Vendôme, el príncipe
de Condé, líder protestante detenido durante la asamblea de notables franceses
en Fontainebleau acusado de dirigir un complot contra la Corona francesa. Así
pues, la reina madre de Francia ofreció la libertad para el príncipe de Condé a
cambio de la renuncia a la regencia del Reino de Francia por parte de Antonio
de Bourbon. Éste, que en un principio creía que le iban a separar la cabeza del
cuerpo, aceptó la propuesta inmediatamente.
Finalmente Pedro
Labrit-Albret de Nabarra llegó a Paris e inmediatamente se entrevistó con el
rey de Nabarra. En dicha reunión le entregó a Antonio de Bourbon la carta de la
reina de Nabarra. En ella, Juana de Albret no hacía mención alguna al rapto de
su hijo el príncipe de Biana, sino que estaba centrada en una sola cuestión,
llevar a buen término la devolución de todas las tierras ocupadas por los
españoles, según lo acordado en la Santa Sede, recordándole su juramento de
obediencia al papa Pio IV.
La presencia de Pedro
Labrit-Albret de Nabarra fue muy bien vista por Catalina de Medici, pues para
sus intereses en el Reino de Francia, el triunfo de la demanda nabarra ante la
Santa Sede suponía dos importantes logros indirectos para ella. Por un lado era
debilitado el imperio español al tener que descolonizar obligatoriamente las
tierras nabarras del sur del Pirineo, y por otro, la obediencia de Antonio de
Bourbon al papa Pio IV, debilitaba en gran medida a los protestantes franceses.
En el Reino de Nabarra
mientras tanto, Juana III de Nabarra continuaba acudiendo a los cultos
reformados en la intimidad, pero ante la ausencia de su tío Pedro Labrit-Albret
de Nabarra, sus apariciones públicas en misas católica casi se habían acabado. Además
organizó varias embajadas que debían marchar inmediatamente hacia los diversos
Estado protestantes. Su misión, envuelta en el más absoluto de los secretos, no
era otra sino la de informar en los diferentes destinos, de la importancia de
la recuperación de la Nabarra surpirenaica por vías diplomáticas, siendo la
adhesión del Reino de Nabarra a la Santa Sede de Roma paso obligado para ello.
Pero que en ningún caso se iba a perseguir y a asesinar a los pastores
reformados y a los fieles a dicho culto cristiano.
Pese a que no había
persecución religiosa de ningún tipo, los espías ultracatólicos del rey de
España, rápidamente recelaron e informaron a Felipe II de España de ello. Éste,
que solo buscaba mantener el sometimiento de los nabarros del sur del Pirineo y
la aniquilación total de los reformados, comenzó a tratar como fanática
reformada a la reina de Nabarra, menospreciándola por ser mujer y con ello,
predisponer al emperador de Roma y a los católicos franceses contra los
nabarros libres e independientes del norte de los Pirineos.
Por otro lado, los
espías españoles que se encontraban en Paris, le habían informado al rey
español de la presencia del duque de Vendôme y del embajador nabarro Pedro
Labrit-Albret de Nabarra, los cuales trabajaban con la ya oficial regente del
Reino de Francia Catalina de Medici.
PARTE 16ª: Francia,
España y la Santa Sede contra Nabarra
En marzo del año 1561 quedó vacante el obispado
de Comenge-Comminges por muerte del cardenal Carlo Caraffa. Inmediatamente,
Antonio de Bourbon vio la ocasión de premiar a Pedro Labrit-Albret de Nabarra.
Para ello debía tener la confirmación del rey Carlos IX de Francia, ya que
dicho episcopado dependía del Estado francés. Catalina de Medici acepto al
candidato porque con ello reforzaba aún más el acercamiento del duque de
Vendôme. Pero para ocupar dicha sede
episcopal, cuya diócesis era sufragánea o dependiente de Aux, necesitaba la
confirmación por parte del papa Pio IV. Por ello era inseparable y necesitó de
una nueva embajada, que por segunda vez llevó al capellán estellés hasta Roma.
Pedro Labrit-Albret de
Nabarra alcanzó a la Ciudad Eterna en abril. Desde el primer instante no tuvo
reparo en manifestar cuales eran los objetos de su viaje. En primer lugar, quería
obtener del papa que lo admitiera como embajador permanente del Reino de
Nabarrra en la Santa Sede. Incluso no ocultó las intenciones del rey de
Nabarra, cuyas pretensiones ejecutar lo antes posible la devolución de lo
ilegalmente usurpado por los españoles, todo ello como recompensa por la
actitud católica de los reyes de Nabarra.
Pero en Roma el
diplomático nabarro se encontró con la situación totalmente cambiada. Los
groseros, deshonestos y descorteses enviados del rey Felipe II de España
ejercían una presión constante sobre el papa Pio IV, para alcanzar sin
escrúpulos sus objetivos imperialistas. Antes de su llegada, el enviado español
Juan de Ayala había formulado una enérgica protesta por la sentencia favorable
al Reino de Nabarra. Incluso había entregado al papa un largo memorial sobre
sus falsarios derechos al trono nabarro.
Pedro Labrit-Albret de
Nabarra ya no era anhelado en la Santa Sede, ya que su llegada, antes deseada
por el papa Pio IV, le había puesto a éste en un embarazoso compromiso, por lo
que procuró salir de dicha tesitura embarazosa, mediante una sagaz diplomacia.
Casi al mismo tiempo,
en el Reino de España, el nuncio papal para el Reino de España y obispo de
Terracina Razerta, ofreció un breve pontificio, en el cual se reconoció los falsarios
e ilegales derechos de la Corona española sobre el país nabarro ocupado del sur
del Pirineo. A su vez, desde Roma, donde el embajador nabarro había sido
apartado, se dio a entender que el papa de momento se abstendría de
entremeterse en la cuestión nabarra.
Pedro Labrit-Albret de
Nabarra, en lugar de ser admitido como embajador ordinario del Reino en la
Santa Sede, fue reenviado a la Corte del Estado Pirenaico con un pretexto. Allí
se le ordenó paciencia. Debía hacer esperar a sus señores una ocasión más
favorece y crear el ambiente necesario para la misión de un legado
extraordinario. Con el fin de comprar y calmar
al agente de los reyes legítimos de Nabarra, se le concedió en mayo del año
1561 el obispado de Comenge-Comminges, como había solicitado la regente de
Francia, pero con el añadido de libre de tasas.
El secretario de
Estado del Vaticano y cardenal Borromeo puso rápidamente en relieve la
generosidad del papa con el embajador nabarro, ya que a Pedro Labrit-Albret de
Nabarra le había concedido la iglesia de Comenge-Comminges, con la expedición
de las bulas gratis con un valor de más de 4.000 escudos. Añadió que además su
Santidad había escrito una carta al duque de Vendôme. También puso de
manifiesto que el papa había conversado largamente con el nuevo obispo de
muchas vicisitudes concernientes a la religión, informándole de cuanto convenía
su estancia como obispo católico en Comenge-Comminges, de manera que se podía
esperar que hiciera mucho fruto.
Pedro Labrit-Albret de
Nabarra no fue a la Corte nabarra, sino que se presentó en la Corte francesa para
notificar su nombramiento para el obispado de Comenge-Comminges y prestar
juramento al rey de Francia por el cargo. Pero no fue creído por el nuncio
residente en Paris hasta que éste último recibió una carta del nuevo legado
papal, el cardenal de Ferrara Ippolito II d’Este. Tras ello pasó a reunirse con
Antonio de Bourbon.
Desde el primer
instante en su promoción a obispo, Pedro Labrit-Albret de Nabarra había
comenzado a mostrar un más que claro alejamiento de las cuestiones políticas,
para consagrarse en cuerpo y alma a sus deberes episcopales. Pero en julio y
por mandato del rey de Nabarra, el obispo de Comenge-Comminges volvió a Roma,
pero esta vez acompañado de un nuevo embajador, más de corte personal ya que no
tenía nada que ver con el Estado de Nabarra, por mandato de Antonio de Bourbon,
el señor de Escars.
Las instrucciones que
llevaban los embajadores, uno oficial del Estado de Nabarra otro personal del
duque de Vendôme, eran las mismas de siempre. Solo tenían una misión, la
restitución plena de lo ilegalmente usurpado por los españoles. El secretario
de Estado para el Vaticano afirmó:
“(…) Cuando comparezca el electo de Comminges y el otro que
el rey [de Nabarra] manda, su Santidad no dejará de abrazar verdaderamente su
negocio con el rey católico [de Nabarra] y ayudarle en lo que pueda, con tal
que vea con efecto que él va sin simulación al verdadero camino de proteger la
religión católica. (…)”
El obispo Pedro Labrit-Albret
de Nabarra comunicó las buenas noticias de lo acaecido en Roma al rey de
Nabarra. Pero la contestación de Antonio de Bourbon fue extraña para el
diplomático nabarro. El duque de Vendôme no actuaba como rey de Nabarra, sino a
título personal, pues había cambiado su actitud inicial en lo concerniente a la
legítima devolución de lo ocupado por los españoles, y ahora se había empeñado
en conseguir una recompensa por ello.
Mientras ocurría todo
esto a espaldas de Juana III de Nabarra, ésta permanecía paciente en la Corte
de Pau, atendiendo sus obligaciones como gobernadora del Reino de Nabarra y
asistiendo a los cultos cristianos reformados. También empezó a proyectar la
traducción la Biblia, pero no al bearnés, tampoco al euskara, menos aún al
francés… ante el asombro de todos, su primera opción fue la de traducirla del
latín al castellano.
PARTE 17ª: Locura
lujuriosa, maligna y ávida de poder
Antonio de Bourbon sustituyó
en el cargo de embajador del Reino de Nabarra al obispo Pedro Labrit-Albret de
Nabarra, acreditando a continuación a un gentilhombre francés y conde de Escars
Francisco de Pérusse des Cars, como nuevo y único embajador suyo en la Corte
pontificia. Éste ya llevaba las órdenes del duque de Vendôme de antemano, teniendo
como mandato un doble objetivo.
En primer lugar tenía
que obtener que el papa Pio IV mediase con el rey de España, a quien Antonio de
Bourbon había destinado otra embajada a espaldas de la reina de Nabarra, a fin
de que se le diese por parte española de una compensación por lo usurpado al
sur del Pirineo. Y en segundo lugar, para que el señor de Escars quedase en
Roma como su embajador permanente y fuese aceptado como tal.
Inicialmente la
oposición española no se hizo esperar a lo que el papa Pio IV les comunicó que
era justo y conveniente hacer entretener con esa situación al duque de Vendôme,
mediante baldías palabras para no acabarlo de desesperar, sellando
definitivamente con ello, la imprescindible y estúpida colaboración de Antonio
de Bourbon, mediante una nueva traición a los nabarros por parte de la
República Romana, Apostólica y Católica.
A la vuelta a su
obispado, el obispo de Comenge-Comminges Pedro Labrit-Albret de Nabarra tuvo
conocimiento por un emisario papal, de que se estaba celebrando el coloquio de
Poissy y a él, asistió por mandato del propio Pio IV. El embajador español que
se encontraba presente, el severo Chantonay, observó que el estellés era un
católico muy entero y que cumplía con su deber en aquella junta de obispos.
Como buen nabarro, el
obispo de Comenge-Comminges decía las cosas como las sentía y sin temor ni
respeto humano. Cantaba las cuarenta a los más altos interlocutores de la Corte
francesa, especialmente si eran protestantes, de manera que, a pesar de lo poco
que conseguía, todos ellos no dejaban de temer las duras represalias del
nabarro.
El catolicismo a
ultranza que tuvo el obispo Pedro Labrit-Albret de Nabarra, expresado en su
total intransigencia en materia reformada, le excitó el odio del cardenal Odet
de Chatillon, del almirante Coligny y especialmente de Antonio de Bourbon, que solicitó
delegaciones intercesoras ante la Corte francesa en favor de los protestantes y
aconsejó al obispo de Comenge-Comminges que aceptara la confesión de Augsburgo,
especialmente sobre la Cena.
El rey consorte de
Nabarra lo maltrató y a continuación pasó a retenerle dos tercios de las rentas
episcopales, escudándose en que el
estellés no poseía el obispado más que en encomienda para su futuro hijo
bastardo, pues la belle de Rouhet
estaba embarazada. Llegó incluso a exigir al obispo nabarro que firmara una
delegación irrevocable, que le diera poder absoluto a él como duque de Vendôme,
incluso para el nombramiento de los administradores del obispado, no solo en lo
temporal, sino también en lo espiritual.
A tales atropellos
respondió Pedro Labrit-Albret de Nabarra amenazando a Antonio de Bourbon con
trasladarse al valle de Aran, territorio bajo soberanía española, pero
perteneciente en lo eclesiástico a la diócesis de Comenge-Comminges, y pedirle
a Felipe II de España una compensación, si no se le permitía gozar del
obispado. Incluso para llevar a cabo su plan con mejor título y mayor seguridad
personal, quiso hacerse enviar como embajador francés a la Corte española de Madrid,
en sustitución del obispo de Auxerre.
Al obispo de
Comenge-Comminges le dio mucho ánimo cierto discurso del papa. Tras conocer las
manifestaciones prorreformistas que Antonio de Bourbon que había dicho en el
coloquio de Poissy, Pio IV le había informado de que si el duque Vendôme se
hacía calvinista, lo excomulgaría y le privaría del título de rey de Nabarra,
al igual que a la reina Juana III de Nabarra si seguía dicha senda herética y
sus herederos correrían la misma suerte. Y que tras ello se lo daría, no al rey
Felipe II de España, sino al pariente masculino y católico más cercano del
titular. Y casualmente, el propio Pedro Labrit-Albret de Nabarra era claramente
el único que cumplía dichas condiciones, como hijo bastardo del rey de Nabarra
Juan de Albret.
Al llegar dichas noticias
a oídos de Juana III de Nabarra, su tranquilidad y sus esperanzas de que las
negociaciones finalizaran bien para los intereses del Estado de Nabarra se
disolvieron rápidamente. Pero esta vez ya no la pillaban por sorpresa, y menos
aún la calamidad política de Antonio de Bourbon. La reina de Nabarra con
presteza, procedió a preparar y organizar la defensa militar del Estado
Pirenaico ante una posible invasión, la cual podría venir del Reino de Francia,
del Reino de España o incluso de los ejércitos vaticanos.
Por cierto, ante la
noticia de que Antonio de Bourbon esperaba un hijo bastardo con aquella
cortesana con la cual le pilló fornicando, la reina de Nabarra ni se inmutó.
Antonio de Bourbon y
Catalina de Medici tras llegar a la Corte de Francia tras su asistencia al
coloquio de Poissy, se encuentran que la amante del teniente general del Reino de Francia Luisa de
La Béraudière de Rouhet, había huido de la Corte de Paris y se había refugiado
en el castillo de Coulonges-les-Royal situado en Poitou donde parió. Esto fue
debido exclusivamente ante el temor de las más que posibles represalias de
Catalina de Medici, pues a pesar de las precauciones tomadas por la cortesana
para mantener oculta a la “hinchazón del vientre,” la reina madre de Francia
era conocedora de que su dama esperaba un hijo del duque de Vendôme y ella
sabía que Catalina de Medici desaprobaba que sus “criadas” quedaran embarazadas.
Antonio de Bourbon jamás la visitó, lo que hizo fue bucear en numerosos faldas
tras la huida de su amante, pero aún y todo, sí reconoció al hijo bastardo de
ambos, dándole el nombre de Carlos de Bourbon.
Finalmente Antonio de
Bourbon, amante tras amante, calló rendido ante la mariscala de San Andrés, la
cual amaba aparecer desnuda, tendida en la cama, vestida solo con sus preciadas
joyas cuando convocaba a sus amantes en su habitación.
La torpeza en materia
religiosa y la mala fe o quizás la conocida inaptitud política del duque de
Vendôme, había puesto histéricos a casi todos. Por un la Catalina de Medici
veía como peligraba su poder sin Antonio de Bourbon abrazaba finalmente la
causa hugonote. Por otro, pese a quitarse de encima a Juana III de Nabarra de
forma indirecta, Felipe II de España veía peligrar su colonia española de
Nabarra, ya que el papa Pio IV apoyaba a Pedro Labrit-Albret de Nabarra como
único rey posible para todos los nabarros. El propio papa veía peligrar la
hegemonía católica en Francia. La única que se mantenía entera y cuerda era Juana
III de Nabarra, lo cual desesperaba a todos los demás.
Realmente Juana III de
Nabarra, debido a su rectitud, franqueza y buen gobierno, era el objetivo a
eliminar por todos. De ahí la intención del papa de excomulgar a Antonio de
Bourbon y seguidamente a la reina de Nabarra, pero su decisión fue parada a
instancias de Felipe II de España y de la regente de Francia Catalina de
Medici. Estos buscaron una alianza provisional y como era bien sabido, el
objetivo a derrotar era Antonio de Bourbon.
Tanto la regente de
Francia como el rey de España, instaron la conveniencia de abrazar abiertamente
la fe católica a Antonio de Bourbon. Para así logar su objetivo, la reina madre
de Francia propuso al rey de España que le diera al duque de Vendôme una
compensación por las tierras nabarras surpirenaicas y que se pidiera al papa
Pio IV, desde la posición española por supuesto, una bula para excomulgar y
despojar de sus Estados y Derechos a la reina Juana III de Nabarra y todos sus
descendientes. Incluso cabía la posibilidad de asesinar a la reina de Nabarra,
si esta mostrase resistencia.
Todo iba tomando forma,
mediante una representación política del odio católico al amor por la libertad
que desde siempre poseían los nabarros. Los católicos Estados de Francia, de España
y el de la Santa Sede de Roma, mostraban abiertamente su odio al libertario Estado
de Nabarra.
La compensación para
el duque de Vendôme que fue enviada desde la Corte española fue la siguiente.
La permuta del Reino de Nabarra por la isla de Cerdeña o las tierras ocupadas
por los españoles al norte de África, junto a un contrato matrimonial con la
reina de Escocia María Estuardo, tras conseguir el divorcio con Juana III de
Nabarra en la Santa Sede o sino asesinar a la reina de Nabarra, lo que le
convertiría al Bourbon en rey consorte de Escocia como compensación a la
pérdida del título de rey consorte de Nabarra. Este matrimonio sería facilitado
por Catalina de Medici y por ello el Reino de Francia se apoderaría de la Nabarra
libre del norte del Pirineo, mientras que la Santa Sede ensombrecería las
libertades de los nabarros al imponer su oscuro y corrupto manto jerárquico.
Antonio de Bourbon
aceptó la propuesta compensatoria de Felipe II de España, la cual incluía su
pública adhesión a la fe católica y perseguir a muerte a los herejes
protestantes. La compensación en materia territorial sería la isla de Cerdeña. Por
supuesto dicha negociación fue a espaldas de Juana III de Nabarra de la que
tenía que divorciarse o mejor morir asesinada.
Por otro lado, la
reina de Nabarra seguía manteniendo al Reino de Nabarra en alerta por una
posible invasión, estando todos los nobles, tanto los católicos como los
protestantes, dispuesto a defender la soberanía de Nabarra con sus propias
vidas. Puso al mando como lugarteniente general del Reino de Nabarra, de la
defensa del Estado Pirenaico al señor de Agramont, el cual junto a su hijo y su
esposa Helena, la gran amiga de Juana III de Nabarra, ya se encontraban en la
Corte nabarra de Pau.
El duque de Vendôme
envió una embajada a la Corte española para concretar una reunión y llevar a
cabo el acto “legal” por el cual debía procederse a cumplir los términos definitivos
del acuerdo en la mayor brevedad posible. En esto que estalló la guerra entre
los católicos franceses y los protestantes franceses o hugonotes. Antonio de
Bourbon como teniente general del Reino de Francia se pone al frente de una
sección de los católicos, concretamente de las tropas reales del niño Carlos IX
de Francia. Dejando atrás su supuesta afiliación al partido hugonote, además de
varios hijos bastardos de diferentes mujeres, como católico convencido por las
promesas del cumplimiento de lo negociado con Felipe II de España y Catalina de
Medici, toma rumbo al frente de guerra. Junto a él marcha su amante oficial, la
viuda y hermosa mariscala de San Andrés Marguerita de Lustrac, quien ya había mostrado
su interés sexual al duque de Bourbon cuando aún estaba su marido el mariscal
de Francia Jacques de Albon con vida. Con la mariscala de San Andrés marchan
sus tropas y también soldadesca española facilitada por Felipe II de España.
Así pues, el
sello que corrobore el tratado franco-español
contra el Estado Pirenaico, facilitado por la traición al Reino de Nabarra y a
su esposa sobre el papel Juana III de Nabarra, llevado a cabo de forma
consciente y malintencionada por el corrompido y desleal Antonio de Bourbon, tendría
que esperar momentáneamente, pues a mediados del año 1562 era prioritario para
Catalina de Medici frenar el empuje militar hugonote que hacía peligrar su
poder como regente de Carlos IX de Francia.
PARTE 18ª: La firmeza
de la reina de Nabarra
El nuevo cambio de
actitud en materia religiosa por parte del duque de Vendôme, es acogido con
cauteloso entusiasmo por el papa Pio IV. Dicha información le fue remitida por
los embajadores del Reino de España y del Reino de Francia, que le explicaron
conjuntamente los acuerdos llevados a cabo por Felipe II de España y Catalina
de Medici con Antonio de Bourbon.
Dicho conocimiento
hace que Pio IV tome dos significativas decisiones. La primera fue la de
comunicar a Pedro Labrit-Albret de Nabarra que se mantuviera paciente en su
obispado, pero sin cortar la comunicación con la Corte católica de Roma, la
Corte española de Madrid y la Corte francesa de Paris, además de informarle
sobre la actitud de Juana III de Nabarra. La segunda fue encargar al delegado
papal para el Reino de Nabarra, el cardenal Jorge de Armagnac, una entrevista
con la reina de Nabarra para conocer de primera mano si eran correctas las
acusaciones de su adhesión al protestantismo vertidas por Felipe II de España,
Catalina de Medici Pedro de Labrit-Albret de Nabarra y el propio Antonio de
Bourbon.
Con la primera guerra
de religión ya iniciada en el Reino de Francia, el Reino de Nabarra se define
aún más como el único asilo posible para los refugiados, ya sean católicos o
protestantes. Además el Cardenal de Armagnac se encuentra en Nerac con un
importante centro de la doctrina cristiana reformada. Todo ello es contrario a
los deseos de la Curia jerárquica católica, a la que él pertenece y defiende
incluso por la fuerza de la espada.
Llegado al
castillo-palacio de Pau, es recibido por la reina de Nabarra y el señor de
Agramont. Tras instalarse en sus aposentos y solo después de comer, el cardenal
de Armagnac pasó a debatir las inquietudes que tenía Pio IV, y también las
suyas propias, con Juana III de Nabarra.
La reina de Nabarra le
recordó que ella continuaba adherida al juramento de lealtad que había
realizado al papa Pio IV y que éste, al contrario de lo acordado, no había
cumplido su palabra de forzar la justa devolución de las tierras nabarras
colonizadas por los españoles mediante una invasión militar, sin previa
declaración de guerra, imponiendo la soberanía española con violencia y
genocidio del Pueblo nabarro, bajo la falsaria exposición de unas Bulas papales
inexistentes.
Por otro lado, le
recordó que desde tiempos de sus difuntos padres los reyes Catalina I de
Nabarra y Juan de Nabarra, el Reino de Nabarra se había caracterizado por su
defensa del humanismo y con ello de la humanidad, de las artes y la cultura, junto
al respeto de las diversas lenguas europeas, incluso gentes de diferentes
religiones habían vivido históricamente en paz en el Estado Pirenaico. Por todo
eso ahora también se veía en la obligación como gobernadora del Reino de
Nabarra, el tener que permitir la estancia de pastores reformados, por lo que de
ahí que haya promulgado un edicto donde puedan cohabitar los credos católico y
protestante. Incluso le dijo que había asistido a sus cultos, como también lo
hacía a la misa católica.
Esto no le sentó nada
bien al cardenal de Armagnac, pero lo que realmente le irritó fue que la reina
Juana III de Nabarra le instase a él y al papa Pio IV a cumplir con su
compromiso con los nabarros de ambas vertientes del Pirineo, con su soberana
que era ella y además, que a la iglesia católica de Roma le vendría muy bien
una reforma tanto como que se le permitiese al Pueblo de cualquier Nación,
poder leer por sí mismo la Biblia para comprender lo que pone en ella y no
tener que ir a misa y escuchar lo que pone en latín a través de un clérigo,
pues de lo contrario la creencia cristiana se iba a echar a perder en el Reino
de Nabarra y demás Estados Europeos.
El Cardenal de
Armagnac abandonó la Corte de Nabarra medio colérico y refunfuñando. A pesar de
que las reclamaciones políticas de la reina de Nabarra eran incuestionable, su
intolerancia católica, extremista y obcecada por su egocéntrico sentimiento de
poseer la única verdad, hizo que enviara una información a la Santa Sede
equivocada de la realidad, pues Juana III de Nabarra seguía fiel a su juramento
de fidelidad a Pío IV de forma oficial, no apoyaba a ningún bando en la guerra
de religión, recibía a refugiados de ambos partidos en el Reino de Nabarra, en
el cual reinaba la paz y la tolerancia, a pesar de continuar amenazado por el
Reino de España, el Reino de Francia e incluso el Estado Pontificio Católico de
Roma.
PARTE 19ª: La
simbólica muerte de un promiscuo
A finales de
septiembre, las tropas católicas francesas que estaban comandadas por su
comandante en jefe el condestable de Francia, ponían cerco a la ciudad normanda
de Rouen, la cual estaba ocupada por las tropas de los hugonotes, que tenían la
firme decisión de resistir lo máximo posible el asedio a espera de la ayuda
militar prometida la reina de Inglaterra Isabel de Tudor.
A las órdenes del
condestable de Francia se encontraba el duque de Guisa con sus confederados
católicos y el duque de Vendôme con las tropas reales de Carlos IX de Francia y
un numeroso contingente de soldados españoles. La reina madre de Francia
también fue al cerco acompañada de sus damas de honor, las cuales entretenían a
los soldados católicos por un lado y se acostaban con aquellos de más rango,
barones, condes y duques. El libertinaje y la promiscuidad sexual de los
católicos, contrastaba con lo que ocurría muros adentro de la ciudad, pues en
ella reinaba la seriedad y las formas severas ante el peligro exterior. El
único ruido que salía de Rouen eran los cánticos de salmos, las oraciones y los
sermones, tras los cuales las murallas de poblaban de hombres y mujeres para
defender la ciudad.
Una noche, Antonio de
Bourbon decidió acudir a la tienda de su amante la mariscala de San Andrés, la
cual estaba al otro lado del cerco, bastante alejada de las murallas. Hizo ver
a sus subalternos que la intención que lleva era de visionar las murallas de la
ciudad en poder de los hugonotes, para así acortar el trayecto que le llevase a
desenfrenar sus deseos sexuales. Pero su paseo estaba siendo observado por dos
soldados protestantes, un hombre y una mujer, desde una torre de vigilancia. En
eso que le entraron ganas de mear al duque de Bourbon y se paró junto a un
arbustico, pesando que nadie le observaba. Procedió entonces a retirar la
armadura que cubría sus genitales, sacándose a continuación el pene y
procediendo a mear. Ese instante fue aprovechado por la mujer hugonote, la cual
disparó su arcabuz, impactando la descarga de la munición de lleno en “las
partes nobles” del duque, destrozándole por completo sus testículos e incluso
saliendo volando despedido su pene.
Alertados por el arcabuzazo
procedente del muro de la ciudad y por los angustiosos y desgarradores gritos
de Antonio de Bourbon, varios soldados católicos acudieron a su socorro. Muy
rápido fueron conscientes de la gravedad de la herida y lo trasladaron a su
tienda. No pasaron muchos minutos cuando a dicha tienda acudió Catalina de
Medici. Mientras los dos hugonotes se felicitaron, siendo el hombre el que
exclamo: “Ese ya no hará más espumoso”.
La noticia llegó muy
rápida a la Corte de Nabarra. Juana III de Nabarra mandó preparase a su escolta
y engalanada con un peto, donde destacaba su escudo heráldico como reina de
Nabarra, partió presta hacia la Normandia. Al llegar al cerco, las tropas
católicas por orden de Catalina de Medici, impidieron el paso a Juana III de
Nabarra y a su séquito. La intención de la reina de Nabarra era la de atender en
sus últimos momentos al duque de Vendôme, el cual sabían todos que estaba herido
de muerte. Tal acto de compasión asombro de todos, ya que creían que la reina
de Nabarra odiaba a Antonio de Bourbon como éste la odiaba a ella, o incluso
más, y que por tanto solo se esperaban de ella las mofas y la burla ante tan
simbólica manera de morir. La reina de Nabarra ciertamente no insistió y ante
la negativa de los soldados católicos partió de vuelta al Reino de Nabarra.
Mientras Juana III de
Nabarra volvía al Estado Pirenaico, Antonio de Bourbon moría diez días después
del suceso en su tienda, ante la presencia exclusiva de Catalina de Medici, la
cual había impedido también la mariscala
de San Andrés entrar en la tienda. La reina madre de Francia tras morir el
duque de Vendôme salió de la tienda y exclamó: “El rey consorte de Nabarra a muerto de un disparo y no ha sido
lamentado por nadie”.
PARTE 20ª: La decisión
de Juana
El extraño viaje de
Juana III de Nabarra a la Normandia para intentar atender a su traidor esposo, no
fue del todo baldío. Varios agentes nabarros pudieron comunicarse con los
hugonotes franceses, y estos les informaron del acuerdo que había llegado el
duque de Vendôme con Felipe II de España y con Catalina de Medici, el cual
contaba con el beneplácito de Pio IV.
Pero antes de tomar
una decisión al respecto, Juana III de Nabarra envió una embajada ante Catalina
de Medici. Dicha embajada llevaba como mandato conseguir el retorno del
príncipe de Biana al Estado Pirenaico, pues tras la muerte del duque de Vendôme
no había causa legal por la cual Enrique de Bourbon-Nabarra y Albret, siguiese
retenido en territorio francés. Tras ello se centró en ver cuál era la mejor
opción política y religiosa posible, para la defensa de la independencia del
Reino de Nabarra.
Estaba claro que la
Santa Sede no iba a cumplir con su palabra, que Felipe II de España no iba a
devolver la Nabarra ocupada de forma militar e ilegítima por los españoles y
además la inteligente Catalina de Medici haría lo posible para acabar con ella,
pues realmente odiaba todo lo que representaba Juana III de Nabarra. Así pues,
la reina de Nabarra creyó que era el momento de acabar con la farsa de su
juramento al papa Pio IV, pues este apoyaba como pretendiente a la Corona de
Nabarra a su tío Pedro Labrit-Albret de Nabarra y por ello, procedió a quitarse
la máscara para mostrar públicamente su afiliación a la Reforma, en busca de
una alianza con los protestantes europeos. Pero esperó hasta que la guerra
religiosa que asolaba el Reino de Francia terminase, es decir, a un periodo de
paz entre católicos y hugonotes.
Este acto formal,
tanto en lo religioso como en lo político, lo oficializó el día de Pascua en el
mes de abril del año 1563, participando, vestida totalmente de negro para
diferenciarse de los católicos y dar testimonio de la pureza de su nueva Fe, durante
el evento de la Cena mediante el rito oficial del culto calvinista, procediendo
a continuación a estudiar las vías apropiadas
con las restructurar el Reino de Nabarra en materia religiosa cristiana.
Para ello su primer mandato fue el de traducir la Biblia, concretamente el
nuevo testamento, del latín al bearnés y al euskara. Al culto protestante
también acudieron sus leales amigos los señores de Agramont Antonio y Helena,
que al igual que su fiel amiga y la reina de Nabarra Juana, acudieron de negro
y participaron en el ritual protestante de la Cena, formalizando junto a ella
su compromiso firme con la Fe reformada.
A continuación envió de
nuevo distintas embajadas al Reino de Inglaterra, a la Confederación Helvética,
a los distintos principados y ducados alemanes protestantes, junto a los
diversos territorios de los nobles protestantes existentes en el Reino de
Francia.
La idea de la reina de
Nabarra con respecto a la Religión, era que esta fuera Estatal a semejanza de
la Iglesia anglicana. Por tanto, el jefe de la iglesia reformada de Nabarra,
con base calvinista, sería también el jefe del Estado de Nabarra y en este caso
fundada por una mujer. En la embajada enviada a la iglesia de Ginebra, Juana
III de Nabarra pedía que se le enviase un pastor ducho en esta materia.
La muerte de Antonio
de Bourbon y la pública y oficial acción de Juana III de Nabarra de aceptación
de la Reforma y más aun con el proyecto de una Iglesia nabarrista creada por
una mujer, pusieron de muy mal genio al misógino y machista Felipe II de
España. Con la muerte del duque de Vendôme quedaba anulado el pacto y la
alianza con el Reino de Francia, abriéndosele entonces la opción de ocupar
militarmente todo el Reino de Nabarra, el cual permanecía independiente al
norte del Pirineo, pero esta vez la Santa Sede no apoyaba la causa española,
sino tenía como pretendiente a la Corona de Nabarra al obispo Pedro
Labrit-Albret de Nabarra.
Por ello el rey de
España envió correo a sus embajadores en la Santa Sede, para que emitieran una
bula de excomunión contra la reina de Nabarra y todos sus herederos por
herejes. Tras dicha formalidad, el Reino de España se comprometía a ayudar
militarmente al obispo Pedro Labrit-Albret de Nabarra, candidato papal para la
Corona de Nabarra. Pero todo esto sin decir a Pio IV que sus reales intenciones
eran las de apoderarse de todo el territorio del independiente Reino de
Nabarra, algo en cambio que si sospechaba y temía la reina madre de Francia
Catalina de Medici.
Así pues, la valiente
decisión religiosa, con gran calado político, llevada a cabo por Juana III de
Nabarra, había conseguido frenar momentáneamente una invasión española e
incluso, logrado la división de sus enemigos hasta la fecha, el triunvirato
España, Francia, Vaticano.
Pero lo más importante
para la reina de Nabarra que traía esta situación ocasionada por su meditada
acción, es que por primera vez tenía una posición de fuerza para liberar a su
hijo el príncipe de Biana, el cual permanecía secuestrado en territorio francés
por mandato de Catalina de Medici, la cual se había negado a atender las
exigencias de liberación para Enrique de Bourbon-Nabarra y Albret, llevadas
ante ella por los embajadores nabarros.
PARTE 21ª: Matar a la
reina de Nabarra
Felipe II de España no
pudo esperar a que Pio IV redactase la Bula de excomunión para la reina de
Nabarra y organizó un complot para su asesinato. Para ello ordenó a un grupo de
militares españoles experimentados en la guerra de Flandes, la ideación de un
plan por el cual se secuestrara a Juana III de Nabarra y a sus hijos, para
después llevarlos ante la Inquisición española.
Estos creyeron que con disfrazarse como los nabarros bastaba y cruzaron
los Pirineos para cumplir con la misión ordenada por el rey de España.
Pero Juana III de
Nabarra ya había sido puesta en alerta a través de un emisario de la mismísima
mujer de Felipe II de España Isabel de Valois-Orleans-Angulema, hija de
Catalina de Medici y hermana de Carlos IX de Francia. Por ello agentes nabarros
interceptaron a comando español en los Pirineos, matando a dos de ellos y
haciendo huir al Reino de España al resto. Este fracaso español fue muy
esclarecedor para Felipe II de España, no se podía andar con menudees. Por ello
comenzó a idear un plan a mayor escala, pero flexible a situaciones venideras,
es decir, estudiando la situación general en el independiente Reino de Nabarra,
el Reino de Francia y la República Cristiana, Católica y Apostólica.
Catalina de Medici
también había sido informada por su hija la reina de España. Por ello envió un
emisario al Reino de Nabarra exhortando a Juana III de Nabarra a que permitiese
que el príncipe de Biana quedase a su cuidado, hasta que pasase el peligro para
su vida. Realmente no le importaba mucho la vida de Enrique de Bourbon-Nabarra
y Albret, sino fuera por su valor político, ya que el Reino de Francia estaba
debilitado tras la guerra entre católico y protestantes, y ella ambicionaba las
tierras nabarras norpirenaicas para el Reino de Francia. Así pues, una supuesta
invasión militar española del Reino de Nabarra tras la captura y muerte de la
Familia Real de Nabarra, no podría ser retenida por el ejército de su hijo Carlos IX de Francia.
Inicialmente Juana III
de Nabarra se mostró recelosa, pues en primer lugar hacía ya varios años que no
veía a su hijo. Además la educación que estuviera recibiendo en la Corte de
Francia no tenía nada que ver con lo que ella deseaba, junto a la reconocida
bacanal sexual existente en la misma, que solo podía llevar al nuevo duque de
Vendôme a ser como su lujurioso padre. Pero claro, por otro lado estaba en
juego la vida su hijo Enrique, siendo este detalle en que inclinó la balanza,
aceptando la reina de Nabarra la propuesta de la regente de Francia, pero solo
por un periodo de tres meses.
En eso que el Cardenal
de Armagnac delegado papal para el Reino de Nabarra, cruzó las puertas de la
ciudad de Pau con dirección al castillo-palacio. Su llegada ya había sido
avisada a la reina de Nabarra, la cual ordenó no mostrar ningún signo violento
hacia el embajador de Pio IV. A decir verdad, más que un cardenal parecía un
guerrero, pues iba ataviado con una brillante armadura, bien armado y una
numerosa escolta militarizada, con imagen realmente provocadora, más que
reconciliadora.
La reina de Nabarra
recibió instantáneamente en audiencia al delegado papal. En la reunión, el
cardenal de Armagnac le transmitió un siguiente mensaje disfrazado de “consejo
amistoso” aunque realmente fue un ultimátum. O volvía a su obediencia como
máxima autoridad de la iglesia de San Pedro y en base a eso ser el único
representante de Dios en la Tierra, o pasaría a condenarla a muerte por
herejía. Añadiendo a continuación que la actitud de la reina de Nabarra estaba
arruinando la herencia de su hijo, siendo esto una amenaza solapada de una
invasión militar del Reino de Nabarra.
Juana III de Nabarra
contestó: “En cuanto a la Reforma,
Religión, que he comenzado, estoy decidida por la gracia de Dios, a continuar
su extensión por toda mi Tierra de Nabarra. En cuanto a mi hijo, en lugar de
disminuir su herencia, la voy a aumentar con lo que la Curia de Roma no ha
cumplido, todo ello por los medios apropiados para un verdadera cristiana”.
El enfado del delegado
papal para Roma fue monumental, saliendo de la sala donde se había reunido con
un portazo al grito “lo vas a pagar
bruja”. Rápidamente tomó rumbo al Vaticano para informar a Pio IV. Como era
de esperar la respuesta no convenció al papa, que el 28 de septiembre del año
1563 la condenó por herejía y la convocó a Roma para comparecer ante la Santa
Inquisición. Si no acudía sería excomulgada.
Por aquel entonces se
estaba celebrando el católico concilio de Trento, al cual había asistido el
obispo Pedro Labrit-Albret de Nabarra. El obispo de Comenge-Comminges tuvo
notificación de que se trataba desde el Vaticano el privar a la reina de
Nabarra y a sus hijos de sus legítimos derechos, de sus títulos reales y
nobiliarios, siendo a continuación excomulgados, denotando la farsa absoluta
del supuesto intento de reconciliación, pues la sentencia a muerte de Juana III
de Nabarra ya estaba dictada por Felipe II de España y firmada por Pio IV de
Roma.
PARTE 22ª: Cuando te
defiende tu enemiga
Tan pronto como se
conoció en el Reino de España, la noticia de la Bula papal por la cual se
excomulgaba a la reina de Nabarra, Felipe II de España comenzó a entablar
negociones con uno de los señores católicos del Reino independiente de Nabarra,
Carlos de Luxe conde de Luxe, caballero de la orden del rey de Francia y
lugarteniente por el rey de Francia en el castillo de Mauleon, además de jefe
de la Casa de Luxe enfrentada históricamente a la Casa de Agramont, cuyo jefe
era el señor Antonio de Agramont.
Además, Carlos de Luxe
estaba emparentado con Luis de Beaumont y Manrique de Lara-Castro marqués de
Huéscar, junto a otros títulos que poseía de manera ilegal por concesión de la
Corona de España, destacando los de condestable de Navarra y conde de Lerin. Luis
de Beaumont y Manrique de Lara-Castro fue el encargado de realizar los
movimiento necesarios y en secreto, para conseguir las primeras conversaciones
con Carlos de Luxe.
La idea del rey de
España estaba clara. Consistía en formar una liga católica en el Reino de
Nabarra, a imagen y semejanza de la ya existente en el Reino de Francia. El
objetivo de la misma sería levantarse en armas contra Juana III de Nabarra.
Para ello el Reino de España suministraría diversas cantidades de armamentos y
llegado el caso, cuando todo esté preparado, se enviarían tropas de invasión
españolas. Bajo la excusa de tener nuevamente una defensa amorosa del catolicismo, había que exterminar
“al odioso demonio con faldas” que era la reina de Nabarra; y ya de paso,
someter violentamente a los nabarros que aún eran libres.
La misma noticia llegó
a la Corte de Carlos IX de Francia. Catalina de Medici ya había sido retirada
oficialmente de la regencia, pero su influencia en su hijo el rey de Francia,
continuaba siendo igual. Además estaba reconciliada con el protestante príncipe
de Condé, por lo que inmediatamente pasó a reprochar la conducta de la
Inquisición romana y despachó un embajador francés a la Santa Sede. Éste tenía
la misión de contener los progresos de la intriga católica-española contra
Juana III de Nabarra.
Para ello presentó el
siguiente memorándum diplomático:
“Primero: que su Santidad no tenía potestad para relajar el
juramento de los vasallos, ni meterse con ningún soberano en orden a permitir o
no cultos anti-católicos en sus reinos. Segundo: que los soberanos de Europa
debían hacer causa común contra semejante abuso, porque si toleraban el actual,
podían recelar otro tanto para sí mismos. Tercero: que aun cuando hubiera
potestad y justa causa con la reina Juana de Albret, no sería bastante para
despojar a sus hijos del Reino; y que el rey de Francia tenía interés
particular en impedir la injusticia, no solo por el parentesco cercano y
multiplicado con la madre y con los hijos, sino porque muchos de sus estados
eran feudos de la corona de Francia; que cuanto a Nabarra, era potencia
intermedia entre España y Francia, y convenía que el monarca español no tuviera
dominios en el Norte de los Pirineos. Cuarto: que parecía muy extraño
singularizarse la Inquisición de Roma llamando personalmente a la reina de
Nabarra para seguir proceso criminal, cuando no se había hecho con los
príncipes de Alemania, y la reina Isabel de Inglaterra en igual caso, mucho
antes que aquella soberana; y si el procedimiento fuera jurídico debía comenzar
por el príncipe que hubiera dado el ejemplo de abrazar en sus dominios la
religión reformada”.
Por otro lado, Carlos
IX de Francia y Catalina de Medici escribieron a Felipe II de España,
informándole de la delegación francesa enviada a Roma y rogándole proceder de
acuerdo con la misma. Felipe II de España, el cual estaba preparando un golpe
de Estado en el Reino de Nabarra como paso previo a una invasión militar
española, muy al estilo de su abuelo el rey español Fernando II de Aragón, les contestó
que no solo desaprobaba la conducta de Roma, sino que ofrecía su protección a
la princesa del Bearn, nunca la nombraba por su verdadero título de reina de
Nabarra, contra cualquiera que intentase despojarla de sus dominios.
Catalina de Medici
tras recibir la contestación de Felipe II de Francia, informó de su contenido a
Juana III de Nabarra, indicándole que en primer lugar sería conveniente una
contestación formal por su parte al rey de España. La reina de Nabarra envió,
muy a su estilo, un escueto mensaje a su mayor amenaza: “Gracias”.
Juana III de Nabarra
mientras ocurría todo esto, había iniciado una campaña política para combatir
la opción de la Santa Sede, la cual estaba personificada en Pedro Labrit-Albret
de Nabarra, cuando aún éste estaba en el concilio de Trento. La reina de
Nabarra hizo secuestrar todas las rentas de un año de su obispado, todas las
deudas que se le debían e incluso sus casas, herrerías, muebles y provisiones.
Criados de Juana III de Nabarra, protestantes como ella, ocuparon su diócesis.
No contenta con eso, procuró que tres ministros calvinistas, le formaran un
proceso con el intento de privarle de la mitra de obispo. La intención era
clara, ahogar económicamente a aquel que le había traicionado para ocupar su
puesto de gobernadora del Reino de Nabarra y con ello eliminar a un enemigo de
las libertades de los nabarros.
Catalina de Medici
invitó a Juana III de Nabarra a acudir a la Corte francesa. Inicialmente la
reina de Nabarra reusó dicho convite, pero tras reunirse con sus amigos los
señor de Agramont, decidió partir hacia Paris, dejando a Antonio de Agramont
como gobernador general del Reino de Nabarra y a su amiga Helena al cuidado de
su hija Catalina de Bourbon-Nabarra y Albret en calidad de tutores. Pero lo que
realmente le movía a Juana III de Nabarra era poder volver a estar con su hijo
Enrique y así traerlo de vuelta a su Patria nabarra.
PARTE 23ª: Catalina
muestra sus cartas y Felipe esconde las suyas
La reina de Nabarra
llegó a Paris con las ideas bien claras, pasar el menor tiempo posible en esa
Corte depravada y volver junto a su hijo al Reino de Nabarra. Pero dichas
tareas no iban a ser sencillas, ya que Catalina de Medici instó a la reina de
Nabarra para que le concedieran la tutoría de Enrique de Bourbon-Nabarra y
Albret, al ser desde la muerte de su padre Antonio de Bourbon, el primer
príncipe de sangre francés.
Ante tales
pretensiones de la reina madre de Francia, Juana III de Nabarra explicó que su
hijo era el heredero a la Corona de Nabarra, y que su título de príncipe de
Biana estaba por encima del de duque de Vendôme o cualquier otro título
francés. Ante la acción de la reina de Nabarra, Catalina de Medici le ordenó
que se instalase en Vendôme, donde Juana III de Nabarra se encontraba tan cerca
y a la vez tal lejos de su amado hijo, al cual antes de salir de Paris le dijo:
“Te quiero hijo y recuerda, no vayas a
misa”.
Pero Juana era mucha
Juana y entendía que como reina de Nabarra que era, no debía acatar orden
alguna de Catalina de Medici. Poco faltó para que estallase la guerra entre los
Reinos de Nabarra y Francia. Pero finalmente llegaron a un acuerdo. Catalina de Medici se encargaría de la
educación del príncipe de Biana, pero siempre y cuando tuviera dos tutores
hugonotes; además Enrique de Bourbon-Nabarra y Albret fue nombrado gobernador
de la Guyena. Sirvió como testigo de dicho acuerdo el príncipe de Condé, quien
garantizaría la educación en la Fe de la iglesia reformada para el joven duque
de Vendôme, su sobrino.
Una vez solucionado
momentáneamente el asunto, especialmente en lo referente a la educación en la
Fe calvinista, Juana III de Nabarra tomo
rumbo de vuelta a Pau. A su llegada se encontró con su tío Pedro Labrit-Albret
de Nabarra, pero antes de atenderle fue informada de que el pastor calvinista M.
de Passay, había vertido calumnias contra el Pueblo de Nabarra y cometido
adulterio en un burdel clandestino, que fue pasto de las llamas. Hasta ese
momento, desde su llegada, el predicador había sido el hombre de confianza de
la reina de Nabarra para la creación de la Iglesia nabarrista, e incluso le
había nombrado guardián de los sellos Reales. Pero a Juana III de Nabarra no le
temblaba la mano y mandó su arresto, para posteriormente enviarlo a Ginebra
donde sería juzgado y condenado a muerte.
Tras ello procedió a
conversar con Pedro Labrit-Albret de Nabarra, el cual ya había sido abandonado tanto
por españoles como por la Santa Sede en lo concerniente al asunto político del
Reino de Nabarra. Su tío le pidió que ordenase que le dejasen vivir en paz en
su diócesis, le restituyesen todo lo que le habían robado y no se procediese
contra él por vías indirectas para privarle de su iglesia y de sus bienes.
El ave de rapiña Felipe
II de España aprovechando la situación, mostró una fingida indignación por tal “injusticia”
hacia el obispo de Comenges-Comminges, escribiendo a la reina madre de Francia,
Catalina de Medici, y a su embajador en Paris, en su habitual tono amenazante.
En dicha misiva decía que si no se reponía a Pedro Labrit-Albret de Nabarra su
condado, sus rentas, casas, dineros, herrerías y muebles que le habían robado;
que si además no se le dejaba vivir pacíficamente en casa; y si para colmo la
princesa de Bearn no le daba los alimentos que le concernían como hijo natural
del rey de Nabarra Juan de Albret, el
rey español le proporcionaría al instante otro tanto en el principado de Enghien
en los Países Bajos.
Pedro Labrit-Albret de
Nabarra estaba dispuesto a pasar de lo denominado alimentos, pero este punto
inquietó en grado sumo a Juana III de Nabarra. Por ello inmediatamente consultó
a una junta de letrados en Tolosa-Toulouse, para saber si efectivamente su tío
tenía Derecho a los alimentos y a la sucesión a la Corona de Nabarra. En cuanto
a lo primero los letrados fueron del parecer que no se le podía negar. Respecto
de la sucesión, le respondieron que si los hijos de la princesa eran bastardos
y sus parientes herejes, el derecho que poseía Pedro Labrit-Albret de Nabarra
era el mejor.
Entonces Juana III de
Nabarra cambió de estrategia. Con blandas y dulces palabras trató de convencer
a su tío que se retirara con ella, de lo contrario posibilitaría la pérdida de
su dignidad e incluso de la vida. Pedro Labrit-Albret de Nabarra, más terco que
una mula, le replicó que jamás confiaría en su palabra, ni que iría a su
presencia ni daría fe alguna a quien había negado a Dios y a su Religión.
Esta respuesta irritó
a la reina de Nabarra. Por ello envió al Reino de España al barón de Larboust
con importantes asuntos. Entre otros, el de procurar que Felipe II de España
dejase de proteger a Pedro Labrit-Albret de Nabarra. Para conseguir sus propósitos,
el emisario de la reina de Nabarra debía informar al rey de España, que la
princesa se había moderado en sus audaces descaros. Pero mientras el emisario
se encontraba de camino, unos calvinistas exaltados irrumpieron violentamente
en la iglesia de Sant Gaudens, una de las principales villas del obispado de
Comenge-Comminges, bajo autoridad de la Corona de Francia, resultando muertas
tres personas que oían misa, y otras muchas heridas. Pedro Labrit-Albret de
Nabarra acusó injustamente del suceso a su sobrina la reina de Nabarra. Método
habitual y constante el de la difamación dentro de las filas católicas.
Con todo esto la
situación dentro del Reino de Nabarra fue empeorando progresivamente. Francés
de Álava embajador español en el Reino de Francia, comunicó ya en el año 1565 a
Felipe II de España, que definitivamente la princesa de Bearn ambicionaba
quitar a Pedro Labrit-Albret de Nabarra su obispado, pese a que él lo merecía y
además. Estando situado donde estaba, esto era algo mucho más que bueno para
los intereses políticos imperialistas y coloniales del Reino de España.
Pero Felipe II de
España no hizo nada esta vez, pues realmente deseaba que la mecha de la guerra
estallase en el Estado Pirenaico, ya que contaba con el apoyo de los católicos
beaumonteses del norte del Pirineo. Pero ocurrió algo con lo que el rey español
no contaba, ni siquiera se lo había imaginado. Pedro Labrit-Albret de Nabarra
decidió pasarse al Reino de España con el firme propósito de renunciar a su
mitra.
Pero entonces, para
más locura del rey español, fue la reina Juana III de Nabarra quien decidió
acceder a las reclamaciones de su tío, el obispo de Comenge-Comminges,
entregándole la cantidad de seis pensiones de 4.000 ducados y 5.000 ducados.
También la reina de Nabarra instó a Pedro Labrit-Albret de Nabarra a no
retirarse del obispado hasta encontrar a un sustituto.
Juana III de Nabarra
había conseguido apagar el primer incendio interno, sin muchas pérdidas, pero no
como ella habría deseado.
PARTE 24ª: Liberación
del príncipe de Biana
A comienzos del año
1564, la reina de Nabarra ya era considerada como el enemigo más poderoso para
la Contrarreforma católica. Felipe II de España, el partido católico francés
liderado por la familia Lorena-Guisa y el Papado, ya habían mostrado su odio
hacia Juana III de Nabarra, la cual hasta el momento había conseguido
defenderse muy bien de todo ese grupo indiscutible de machistas y fanáticos
católicos.
Al Reino de Nabarra
acudían refugiados reformistas de todos los ámbitos sociales. Desde carpinteros
o pastores hasta maestros y pastores. Uno de los más destacados fue el español
Antonio del Corro, el cual llegó ese mismo año.
Esto alentaba aún más
a sus enemigos católicos los cuales eran incansables gracias a su odio por la
reina de Nabarra, y no pararon de buscar el método más eficiente para acabar
con la bruja de Bearn, había que matar a esa diabólica princesa del Pirineo. Así por iniciativa de
Felipe II de España, se completó la formación de la Liga Católica de Nabarra a
semejanza de la Liga Católica de Francia. Esta estaba formada por los señores
de Luxe, Armendaritz, Domezain y Echautz. Todas estas Casas nabarras eran
militantes del partido nobiliario beaumontes desde sus orígenes. De facto,
dicha bandería tenía su origen en la Casa de Luxe. Pero de momento la situación
no era propicia para los intereses de su valedor Felipe II de España, a causa de
diversas sublevaciones libertaria contra el colonialismo español.
Para entonces, Juana
III de Nabarra había logrado trasladar la Corte a Nerac, centro principal del
protestantismo en el Reino de Nabarra. En dicha Corte comenzó los estudios
legales para llevar a cabo la oficialidad de la Religión reformada en Estado
Pirenaico, siempre acorde con el Derecho Nabarro. Pese a todo, reinaba un la
paz y la tolerancia mutua entre reformistas y católicos en el Estado nabarro.
Solo faltaba la vuelta del príncipe de Biana al Reino para que la alegría de la
Reina de Nabarra fuese ciertamente real.
El príncipe de Biana
en ese instante, se encontraba de gira con la Familia Real francesa. Catalina
de Medici pretendía con ello presentar a su hijo Carlos IX de Francia a su
Pueblo, algo que en su día había impedido la guerra entre católicos y
protestantes. En su gira, antes de llegar a Baiona-Bayonne, la reina madre de
Francia se desvió rumbo a Nerac, donde se entrevistó con la reina de Nabarra y después
acudió a una misa católica. Una vez acabada la misa, juntas fueron Baiona-Bayonne,
donde Catalina de Medici se debía reunir con su hija Isabel de España y el
duque de Alba. El motivo por el cual fue la reina de Nabarra era obvio a la par
de simple, ver a su amado hijo Enrique.
En la ciudad de Baiona-Bayonne,
la reina de Nabarra pudo saludar de manera entrañable a su hijo. Después ya durante
la cena de recepción, Juana III de Nabarra comprobó la falta de respeto hacia
su persona, hacia el Pueblo de toda Nabarra y hacia su Fe, por parte del
sanguinario duque de Alba Fernando Álvarez de Toledo y Pimentel, el
cual no esperaba la presencia de la princesa de Bearn, por lo que no había
tomado medidas para su secuestro. La reina de Nabarra vestida de negro
riguroso, se levantó de la mesa sin mediar palabra, llamó a su escolta y marchó
de nuevo, sin su amado hijo, a la Corte nabarra de Nerac.
La vida cotidiana del
Reino de Nabarra solo se veía alterada por sucesos meteorológicos, ya que no
había arrebatos violentos por ninguna parte. Lo más destacable era que se
retiraban estatuas de Santos católicos y que en las iglesias se impartían
diariamente una misa católica, como se había hecho siempre, pero añadiéndole varias predicaciones diarias del culto
calvinista. Incluso el señor de Luxe no veía motivos para la sublevación contra
la reina de Nabarra.
Esto irritó más a
Felipe II de España, el cual ordenó a la Inquisición del Reino de España que
iniciase un pleito contra la princesa de Bearn, acusándola de brujería y
herejía, todo ello sin informar a la Santa Sede de Roma de la cual dependía la
Inquisición. Una vez puesta en marcha, la maquinaria fanática de la Inquisición
española y de Felipe II de España no se paró y realmente en Roma hicieron oídos
sordos. Así el rey de España entablo conversaciones con el cardenal francés
Carlos de Lorena-Guisa a través del cardenal español Diego de Espinosa Arévalo,
inquisidor general del Reino de España. El cardenal francés le comunicó a su homónimo
español, que tenía como objetivo personal envenenar al príncipe de Biana a su
regreso a la Corte parisina. Dicha maquiavélica trama hizo sonreír a Felipe II
de España, el cual deseaba a la muerte a todos los protestantes nabarros.
Juana III de Nabarra
aprovechó el final de la gira de la Familia Real francesa en marzo del año
1566, para viajar nuevamente a la Corte de Paris, con la firme intención de no
volver al Reino Pirenaico sin su amado hijo, asustando y acongojando al
cardenal de Lorena-Guisa, el cual desechó la idea del envenenamiento del
príncipe de Biana, para tristeza de Felipe II de España. Pasó los siguientes
ocho meses allí, en esa odiosa Corte libidinosa y católica, hasta que
finalmente, tras haber argumentado siempre lo mismo, que su hijo de trece años
tenía que ser presentado a sus súbditos, y que por tanto era necesario el
retorno del príncipe de Biana a su futuro dominio; Juana III de Nabarra consiguió
lo demandado. Esta simple pero a la par incuestionable demanda política, le
aseguró esa gran victoria tan anhelada como deseada, que no era otra más que la
de estar junto a su amado hijo y además, que éste le acompañase de regreso a la
amada Patria,… Nabarra.
PARTE 25ª: Diálogos
madre e hijo durante el viaje
Durante su estancia en
la Corte de Paris, Juana III de Nabarra no pudo disfrutar el tiempo que ella
hubiera quisiera junto a su hijo el príncipe de Biana. A parte de atender los
correos provenientes del Estado Pirenaico, estudiar su contenido y enviar las
contestaciones pertinentes, Catalina de Medici no le permitía reunirse con
Enrique de Bourbon-Nabarra y Albret, más que durante los cultos llevados a cabo
por un predicador calvinista. Todo ello era debido a que se estaba solucionando
en un Tribunal francés la custodia o tutoría del primer príncipe de sangre del Reino de Francia.
Así que entre su odio
a esa Corte lujuriosa y sus ganas de estar sin testigos franceses junto a su
hijo, la reina de Nabarra salió esta vez por las puertas de Paris con una
enorme sonrisa, la cual escenificaba claramente su satisfacción por esta
importantísima victoria. Recorrido ya varias leguas del camino, Juana comenzó a
hablar abiertamente como madre con su hijo Enrique. Primero conversaron sobre
cosas mundanas y sencillas. Los juegos, los estudios… pero después ya entró en
la materia que más le importaba a ella, y esta no era precisamente la Biblia,
sino el cómo le habían tratado a su hijo sus “primos” y especialmente su “tía” la
reina madre de Francia.
Enrique le dijo que
bien, sus primos eran muy divertidos, pues casi todo el tiempo que estaban
juntos jugaban y reían. Pero con su prima Margarita era diferente, ya que era
un poco chula. Pero cuando le preguntó por Catalina de Medici, la cara del niño
cambió la sonrisa por una expresión más seria. Le dijo a su madre Juana que
todo había ido bien con su tía hasta que en una parada del viaje, visitaron a
un extraño anciano. Como cualquier madre quien era ese hombre y que le había
dicho. Enrique le contestó que no sabía quién era, pero que parecía una
importante persona para la reina Madre de Francia. Además lo único que le dijo al
príncipe de Biana cuando le miró fue: “Nabarra
gobernará Francia”.
Rápidamente Juana III
de Nabarra entendió la actitud de Catalina de Medici durante esos ocho meses.
Además comprendió que era una predicción astrológica por la cual, su hijo
Enrique poseería en un futuro la Corona de Francia. Además por todo esto,
sabiamente dedujo que el anciano no podía ser otro más que Miguel de
Nostradamus, el más respetado confidente y consejero personal de la reina madre
de Francia, al cual ya había visto, solo de pasada, en una de sus pocas y cortas
visitas a la Corte de Paris.
Así pues, iniciaron el
viaje de regreso al Reino de Nabarra Juana y su hijo Enrique, vestidos de negro
y acompañados de una escolta de 20 nabarros, los cuales 10 iban uniformados con
comprendas negras por su condición de calvinistas y los otros 10 con las
prendas propias de sus señoríos o del Estado de Nabarra. Por supuesto uno de
ellos, concretamente un católico, portaba orgulloso el Estandarte Real de
Nabarra.
Por otro lado, la pequeña
comitiva de la reina de Nabarra y del príncipe de Biana, que contaba con un
salvoconducto firmado por Carlos IX de Francia por su condición de embajada
diplomática y además, estaba compuesta tanto por calvinistas como por católicos,
no era bien vista por la población francesa de ambos credos. Esto fue debido a
que ellos eran realmente extremistas y tras la primera guerra de religión, que
había causado muchas muertes y dolor, había germinado la semilla del odio entre
ellos.
El séquito Real
nabarro finalmente llegó a la Corte de Nerac sin contratiempos reseñables. A
las puertas del castillo, Juana III de Nabarra y Enrique de Biana fueron
recibidos por los señores de Agramont Antonio y Helena. Junto a ellos estaba la
niña-princesa Catalina, que corrió a abrazar a su madre. Juana le presentó a su
hermano, al cual no recordaba y sin dudarlo un solo instante, le dio un fuerte
beso con abrazo.
PARTE 26ª:
Instauración oficial de la Iglesia nabarrista
Ya instalada en la
Corte de Nerac, la reina de Nabarra como Jefa de la Iglesia nabarrista y del
Estado, procedió a cultivarse de diversas ordenanzas propuestas en el sínodo
general calvinista de Nay. Pero antes nombro a Antonio del Corro como
instructor de la lengua castellana para el príncipe Enrique de Biana.
Una vez centrada en
las propuestas calvinistas, resultaron que para Jefa de la Iglesia nabarrista,
las más reseñables incluían la prohibición de la mendicidad de los monjes
católicos, los juegos de azar, la usura, las blasfemias, etc. Incluso Juana III
de Nabarra pidió a diversos teólogos y magistrados del Estado de Nabarra, que
se estudiase la aplicación de educar universitariamente a la juventud de forma
gratuita, pero únicamente la Universidad debía contar con maestros reformados.
Para entonces, Pedro
Labrit-Albret de Nabarra ya no estaba para más peleas y tras cumplir los
requisitos exigidos por la reina de Nabarra, abandonó el Estado Pirenaico con
dirección a Lizarra-Estella, ciudad de la cual era oriundo. Juana III de
Nabarra veía el camino más libre por el cual llegar a fundar de manera oficial
la Iglesia nabarrista.
Así pues, con su mayor
oponente fuera de la partida, recibió los informes favorables a las ordenanzas
calvinistas. La reina de Nabarra procedió a su aprobación, enviándolas de nuevo
a los estudiosos para que las convirtieran en ordenanzas nabarristas. El sector
católico de los nobles del Estado de Nabarra llevó a cabo una gran protesta,
llevando su causa hasta la mismísima Juana III de Nabarra; incluso algunos
nobles reformados también protestaron al considerarlas demasiado rigurosas. De
todas formas, la Jefa del Estado y de la Iglesia de Nabarra, ya había tomado su
decisión.
Por otro lado, la
Iglesia nabarrista de influencia calvinista, por mandato de la Jefa de la misma
Juana III de Nabarra, tendría un sínodo anual, diferenciándose de los sínodos calvinistas
llevados a cabo en otros Estados, los cuales dependían directamente de la
Iglesia de Ginebra.
Esto variaba bastante
el equilibrio en las diversas variantes del cristianismo. Por un lado se
permitía el culto católico pero en privado, es decir, solo debían hacerse en
claustros, monasterios y templos, quedando prohibidas las procesiones, los
repliques de campanas, al igual que llevar en público cruces, estandartes o
hábitos. Además, los obispos, curas, monjas y monjes católicos no podrían
impedir que los pastores protestantes predicaran en los templos durante un
horario limitado por el Estado. Los entierros serían a partir de entonces en
cementerios y los servicios fúnebres católicos no podían realizarse mientras se
estuviera llevando los cultos nabarristas.
Los miembros de la
ultracatólica Compañía de Jesús asentados en el Reino de Nabarra, fueron los inaugurales
en llevar a cabo la primera sublevación contra la Iglesia nabarrista y contra
la reina de Nabarra. Querían impedir que se retirases y/o destruyesen las
estatuas e imágenes católicas, además pretendían asesinar o expulsar del País
Pirenaico a todos los pastores protestantes, tanto extranjeros como nabarros. Por
ello intentaron secuestrar a Juana III de Nabarra y a sus hijos, a fin de
obligar a la reina de Nabarra el tener que suprimir el ejercicio reformado y
establecer el rito católico como único acto religioso en el Estado Pirenaico.
Para llevar a cabo
esta acción los jesuitas recurrieron inicialmente a buscar ayuda en el Reino de
Francia. Dos canónigos de dicha orden consiguieron de Carlos IX de Francia, con
el visto bueno de Catalina de Medici, los fondos necesarios para llevar a cabo
esta acción militarizada contra la reina de Nabarra y sus dos hijos. Cuando ya
tenían todo preparado para entrar en acción, un gentilhombre católico, el capitán
de Orthez y Salvatierra de Bearn-Biarno Guillermo de Monein, denunció el
complot ante Armando de Gontaud. Este a su vez informó del mismo a Juana III de
Nabarra.
La reacción de Juana
III de Nabarra que acababa de volver de unos relajantes baños termales, fue la de
expulsar inmediatamente a los jesuitas. Además prohibió por mandato Real la
instauración de un Tribunal Inquisitorial católico en el Reino de Nabarra.
PARTE 27ª: Insurrección
católica en Baxenaparra y Xiberoa-Sola
La liga Católica de
Nabarra comenzó a reunirse frecuentemente en Donapaleu, con la intención de
luchar contra la reina de Nabarra y las Ordenanzas Eclesiásticas de la
reformada Iglesia Nabarrista. No tardaron mucho en pasar a la acción,
prendiendo al pastor de Tardetz y ministro reformado de Ostabat, para
encerrarlo a continuación en el castillo que poseía el señor de Luxe a pocos
quilómetros de Donapaleu. También apresaron en esa ciudad a Juan de Etcheverry,
conocido como el pastor de la Rive.
Juana III de Nabarra
con la intención de evitar una guerra por motivo religioso, envió a Juan
Secondat señor de Roque, a Pedro de Bergara gran abolengo del Reino, y a Juan
de Etchart procurador general del Reino, para entablar negociaciones con los
insurrectos católicos, intentando con ello descubrir sus intenciones y
asegurarles nuevamente que no se atentaría contra los Fueros, las costumbres y
libertades tradicionales del Reino de Nabarra, ya sean estas civiles o
religiosas.
Como buen beaumontés,
Carlos de Luxe fingió estar satisfecho con la seguridad que daba Juana III de
Nabarra. Pero por otro lado, había enviado al señor de Domezain a Gascuña,
donde le espera el enviado de Catalina de Medici, el noble francés Monluc. Las
intenciones originales de la Liga Católica de Nabarra, que eran acabar con
Juana III de Albret y con la Iglesia reformada de Nabarra, fueron bien vistas
por la reina madre de Francia.
Pero por otro lado, el
señor de Luxe se mostraba temeroso del Pueblo de la Baxenaparra y Xiberoa, pues
pese a ser católico en su mayoría, no habían sufrido ningún tipo de persecución
por parte de Juana III de Nabarra, ya que ésta permitía que siguieran
repartiendo el rito católico en las “embajadas” de Roma o iglesias, las cuales
al estar en territorio del Estado de Nabarra también habían sido adecuadas para
el culto de la Iglesia reformada de Nabarra.
Así pues, Carlos de
Luxe y el resto de jefes de la Liga católica de Nabarra, se reunieron en los
territorios del barón de Lantabat, concretamente cerca de Idholdy. Incluso
alguno de los señores católicos presentes en dicha reunión, estaba conforme con
la nueva ratificación realizada por parte de la reina de Nabarra. Pero
finalmente, las censuras y los sermonees ultracatólicos del señor de Luxe,
fueron atendidos y decidieron levantarse en armas contra Juana III de Nabarra.
Mientras todo esto
ocurría, la reina de Nabarra efectuó varios nombramientos nuevos, entre ellos
el de Juan de Larrea señor de la Casa de Ispoure y exmaestre de campo del rey
de Nabarra, como castellano del castillo de Garris, sede por aquel entonces de
la Justicia Real de Nabarra. También ordenó al capitán Juan de Larrea ir a Donapaleu
junto a cincuenta arcabuceros, para proceder diversos arrestos de delincuentes
comunes por Baxenaparra.
Esto último fue
aprovechado por el señor de Luxe para engañar al Pueblo llano de la comarca de
Baxenaparra. Cuando capitán Juan de Larrea se encontraba en Garruze, Carlos de
Luxe empezó a decir por toda la comarca que el capitán había ido para aplicar
las Ordenanzas Eclesiásticas de la Iglesia Nabarrista. El capitán Juan de
Larrea y sus cincuentas hombres se encontraban ya en el castillo de Garris,
cuando fueron atacados militarmente por la soldadesca reunida por Carlos de
Luxe, jefe de la Liga católica de Nabarra.
Las tropas católicas
atacaron durante dos días la fortaleza de la Justicia Real de Nabarra.
Finalmente, tras dos días resistiendo a los conjurados contra Juana III de
nabarra, el capitán Juan de Larrea rindió la plaza por falta de víveres. Tras
ser hecho prisionero fue trasladarlo en calidad de prisionero al castillo de Atharratze
Sorholüze-Tardets, situado en el vizcondado de Xiberoa-Sola, propiedad y dominio
del cabecilla de la Liga Católica de Nabarra Carlos de Luxe, donde fue encadenado
y encerrado.
El señor de Agramont, el
vizconde de Bourbon-Lavedan y otros gentiles hombres de Nabarra junto a un
pequeño ejército que contaba con varias piezas de artillería, acudieron a
Garris para restablecer la autoridad Real. Los insurrectos católicos de la
fortaleza, tanto jefes como soldados, huyeron a los puertos de Cize, pasando a
la Nabarra ocupada y colonizada por los españoles. Tras ello se procedió al
intercambio de prisiones. El capitán de la reina de Nabarra, Juan de Larrea, a
cambio del capitán de Carlos de Luxe, Armara.
El príncipe de Biana
estuvo presente en esta expedición militar para restablecer la autoridad de su
madre Juana III de Nabarra, pero simplemente fue un mero observador. De allí
partieron a Donibane Garazi donde el príncipe de Biana, en nombre de Juana III
de Nabarra, antes de escuchar las diferentes demandas de los campesinos, de los
miembros de los diversos oficios y de los distintos comerciantes de la
Baxenaparra, en una solemne proclama les comunicó que nada ni nadie quería
contrariarles en sus creencias. Finalmente, con el asesoramiento del señor de
Agramont, Enrique de Biana se comprometió a colocar un gobernador euskaldun en
Donapaleu.
Pero el clero católico
de la iglesia de Roma, como agente político extranjero que es en cualquier
Estado que no sea el Vaticano, sermoneo a sus feligreses para levantarse en
armas contra Juana III de Nabarra tras la marcha del príncipe de Biana a Nerac.
La reina de Nabarra se vio obligada a enviar tropas para reducir a los
amotinados. No hubo víctimas por ningún lado, ni intervención militar
extranjera.
Pero Carlos IX de Francia,
instado por el consejo de su madre Catalina de Medici, la cual temía que Felipe
II y Pio IV invadiesen militarmente el Reino de Nabarra, como previo paso para
invadir el Reino de Francia, concedió el collar de la Orden de San Miguel al
señor de Luxe, mostrando con dicho acto su proclividad hacia la Iglesia de Roma
al principal responsable de la insurrección; la cual, finalmente fue alentada
tanto desde el Reino de España, promotora de la Liga católica de Nabarra, como
del Reino de Francia, instigador de la insurrección militar contra Juana III de
Nabarra.
Ya en febrero del año
1568, Juana III de Nabarra presidió los Estados Donapaleu y otorgó una amnistía
a los nabarros católicos sublevados que se entregaran antes de ocho días, salvo
a los cabecillas de la Liga Católica de Nabarra, los señores de Luxe,
Armendaritz, Domezain y Etxautz. Pero antes de esta decisión, la reina de
Nabarra ya había juzgado y ejecutado a
tres insurgentes católicos.
La contestación de los
cabecillas fue al mes siguiente. Tras reunirse en Eyheralarre firmaron el Manifeste des gentilshommes et du peuple de
la Basse-Navarre qui ont pris les armes contre l’établissement de la religion
réformée fait par la reine de Navarre. A continuación se aprestaron
nuevamente a la guerra, entablando nuevamente conversaciones con la Corte de
Francia, quedando a espera de nuevas instrucciones.
Juana III de Nabarra
pasó entonces a reclutar también soldados en Biarno. El embajador francés en la
Corte de Nerac Lamothe-Fénelon, logró conseguir momentáneamente que no
estallara la guerra, hasta que fuera beneficiosa para los proyectos de Catalina
de Medici. Para ello primero habló con la reina de Nabarra sin mostrar las
intenciones de la reina madre de Francia. Después con los insurrectos para
aconsejarles que esperasen el apoyo militar de los ejércitos Reales y católicos
de Francia. Pero la reina de Nabarra no se fiaba del católico embajador francés
y por consiguiente envió una embajada a la Liga hugonote francesa, también en
busca de apoyo militar.
Ya en junio del año
1568, en el Parlamento de Nabarra se había aprobado y registrado las Ordenanzas
Eclesiásticas de la Iglesia nabarrista, dando así el último paso para su
legitimidad política en el Estado de Nabarra, siendo esta legalidad la única
necesaria.
PARTE 28ª: En busca de
refugio entre piratas y hugonotes
A comienzos de
septiembre del año 1568, una nueva oleada de refugiados hugonotes provenientes
del Reino de Francia, entro en el Reino de Nabarra. Dicha oleada fue debida a
que Carlos IX de Francia había reconocido como única Religión para su feudo, la
doctrina de la iglesia de Roma, procediendo a expulsar a todos los pastores
reformados y provocando una nueva revuelta sanguinaria en su Estado.
Pio IV intentó
aprovecharse de tal situación para invadir junto a Felipe II el Reino de
Nabarra y capturar a Juana III de Nabarra y quemarla en la hoguera, pero previo
paso, claro está, de ser condenada por la Inquisición romana o española en un
juicio farsa. Pero en las conversaciones que tuvo Pio IV con los embajadores del rey español, las
desavenencias fueron muchas, por lo que no llegaron a un consenso y finalmente la
idea fracasó.
Juana III de Nabarra
por otro lado, retrasaba una y otra vez las invitaciones de Carlos IX y
Catalina de Medici, que la instaban para ir a la Corte de Paris junto a su hijo
Enrique de Biana. Por la sencilla razón de que no iban a ir, pues conocía muy
bien los sentimientos de la reina madre de Francia hacia ellos, los cuales eran
de todo, menos amigables.
Ante tal reiterado
desaire, pero cortésmente llevado a cabo por Juana III de Nabarra, Carlos IX de
Francia planeó raptar a la reina de Nabarra y a sus dos hijos. Para ello
encargó a Juan de Losses, raptar en primer lugar a Enrique de Biana. Le ordenó
que debiera contactar con Muloc y Escars, quienes le ayudarían en dicha misión.
El cardenal de Lorena-Guisa participó activamente en la preparación de dicho
golpe. En el momento que se preparaba dicha trama, la reina de Nabarra se
encontraba en el condado de Foix, apaciguando nuevamente al clero católico del
Estado de Nabarra.
Cuando estaba en San
Gaudens, la reina de Nabarra se reunió con unos enviados del príncipe de Condé
y del almirante Coligny. Los cuales le informaron del complot existente contra
su familia, ella incluida, y de la decisión de los hugonotes de levantarse en
armas contra Carlos IX de Francia. Tras dicha información, Juana III de Nabarra
regresó rápidamente a Pau, dejando al primer barón del condado de Foix al
mando, con la orden expresa de convocar los Estados de Foix y lograr apaciguar
los espíritus de ambas facciones, la católica y protestante.
La reina de Nabarra
tras informar al Consejo Real de la situación, pasó a recoger a sus dos hijos y
llevarlos nuevamente a Nerac, donde a las afueras de la población fueron
recibidos por una escolta de nabarros reformados. La posición estratégica de
Nerac era incuestionable, ya que su proximidad con el feudo protestante de La
Rochelle, le daba una mejor vía de escape ante cualquier amenaza de secuestro,
ya sea esta proveniente de la Santa Sede, de la Liga Católica de Nabarra, del
Reino de España o del Reino de Francia.
En Nerac se encontró
con su embajador nabarro destinado en Paris, Antonio Martel, el cual tras conocer
la noticia de la maquinación, había salido apresuradamente de la ciudad de luz,
para poner en aviso a la reina de Nabarra. Tras la confirmación, Juana III de
Nabarra nombró a Bernando de Arros señor de Bosdarros y uno de los grandes
señores de Biarno, teniente general del Reino de Nabarra.
Así pues, tras asistir
junto a sus dos hijos a un culto de la Iglesia nabarrista, Juana III de
Nabarra, sus dos hijos y cincuenta gentileshombres de nabarra como escolta, se
marcharon de Nerac. Atravesaron el río Garona y cuando llega a Bergerac, Juana
III de Nabarra escribió a Carlos IX de Francia, a Catalina de Medici, a Enrique
de Valois-Orleans-Angulema duque de Anjou y al cardenal Carlos de Bourbon,
diciéndoles que iba a La Rochelle presionada por las circunstancias, destacando
la que suponía para su vida y la de sus hijos, el cual no era otro que el
complot armado por los católicos del Reino de Francia, todo ello sin acusar
directamente a ninguno de ellos, pero a su vez los señalaba a todos. A lo que
había que unir esto a la similar y constante amenaza proveniente de la Santa
Sede, del Reino de España y últimamente de la intransigente Liga Católica de
Nabarra.
“La Familia Real de Nabarra está más segura entre hugonotes
y piratas, que entre nobles y príncipes católicos”
El valeroso hugonote
Clemont de Piles, llegó a Begerac para reforzar la escolta de la familia Real
de Nabarra. En Mussidan, fue el
aguerrido Birquemant y sus soldados, los que se unieron a séquito de la reina
de Nabarra. En Archiac les esperaba el príncipe de Condé y numerosos
gentileshombres hugonotes, los cuales se sumaron con cuatro mil hombres a la
escolta de la reina de los protestantes.
Ya en La Rochelle,
feudo de piratas y hugonotes, el joven de quince años Enrique de Biana, en
calidad de primer príncipe de sangre, fue nombrado jefe de los ejércitos
protestantes, pero a petición Juana III de Nabarra, fue el príncipe de Condé el
encargado de comandarlo. Entonces la reina de Nabarra aceptó así de forma
oficial ser la reina de los protestantes, mediante el desarrollo del gobierno
civil de las tropas hugonotas.
Incluso los piratas
que se encontraban en el puerto reparando y preparando víveres para subirlos a sus embarcaciones, para así atacar
algún navío de la armada española, vieron con buenos ojos la llegada de la
reina de Nabarra. Al día siguiente de la llegada de Juana III de Nabarra, se
reunieron con ella en busca de una patente de corso, pero la reina de Nabarra
les dijo que no les era necesario mientras hiciesen la guerra a los barcos
españoles. Así pues, sin haber acabado el mes de septiembre, la nabarra Juana
de Albret era reina de Nabarra, soberana de los hugonotes y ya también para los
españoles “señora de los piratas”.
PARTE 29ª: Guerra,
caos, destrucción, violaciones y muerte
En cuanto Carlos IX de Francia leyó la misiva de Juana III de
Nabarra, y la confirmación que de que la reina de Nabarra se encontraba en
campo enemigo, ordenó la confiscación de todos sus bienes y el de sus hijos en
suelo francés, sirva de ejemplo el ducado de Vendôme. Y en octubre los
Parlamentos francés de Tolosa-Toulouse y de Bordele-Bordeaux dictaron una orden
para ocupar militarmente todo el Reino de Nabarra. Dicha orden fue sancionada
por la Comisión Real de Francia. Las tropas reales y católicas francesas
iniciaron a proceder con la invasión, bajo la excusa de “la cautividad de la
reina Juana de Albret y de su hijo” en La Rochelle.
Catalina de Medici
ordenó entonces al ejército real francés, el cual estaba encabezado por el
barón de Tarride, que invadiría el vizcondado de Biarno a sangre y fuego.
A comienzos del año
1569, los católicos del condado de Foix se alzan en armas contra la reina de
Nabarra. El gentilhombre Caumont-Laforce, es el encargado de defender la
legitimidad nabarra contra las tropas francesas que apoyaban a los insurrectos
católicos. Ya en marzo en las tierras del Reino de Francia, el príncipe de
Condé jefe del ejército hugonote murió en la batalla de Jarnac, apoderándose el
miedo entre los soldados hugonotes. La reina de Nabarra les dirigió una encendida
arenga en medio de la plaza de La Rochelle.
“¿Cuándo Juana puede esperar, tienen ustedes miedo? ¿Por qué
Condé está muerto, creéis que todo está perdido para nosotros? ¡Todo el Derecho
está con nosotros! ¿Nuestra causa ha dejado de ser justa? ¡No!”
Mientras los hugonotes
nombraban a Gaspar de Coligny como nuevo Comandante en Jefe del ejército
hugonote, dentro del Reino de Nabarra, el traidor Carlos de Luxe pasó a la
acción militar contra el Estado Pirenaico. La Liga Católica de
Nabarra estaba aliada con el Reino de Francia y habían coordinado sus acciones
militares.
El traidor Carlos de
Luxe se levantó en armas en las comarcas de Baxenaparra y Xiberoa-Sola,
apoderándose de los castillos de Garris y Mauleon junto al hermano pequeño del
señor de Belsunde y gobernador de Mauleon, el cual estaba junto a Juana III de
Nabarra en La Rochelle.
Las tropas de los
traidores insurrectos se dispusieron a invadir el vizcondado de Biarno,
siguiendo las órdenes de Carlos IX de Francia con la intención de unirse al
ejército Real francés. El valiente a la par de fanático católico, el capitán
Bonasse, ocupo a sangre y fuego Oloron, extendiéndose desde ese instante la
guerra por todo el territorio del Reino de Nabarra. El Pueblo se amparaba en
los insurgentes católicos ante la inoperancia inicial de las tropas defensoras
de la Iglesia nabarrista. Solo Pau, Navarrenx y Orthez resistían al empuje
militar católico francés. El escenario político y legitimista del Reino de
Nabarra comenzó a afectarse rápidamente, tornándose incluso anárquico.
Al traidor Carlos de
Luxe le seguían los también traidores señores de Monein, Orégue, Gensanne de
Orsanco, Arangois, Domezain, Echauz, Armendaritz, Uhart, entre otros. Estos
señores obligaban a los pastores de la Iglesia nabarrista a cambiarse a la
Iglesia de Roma. Le exigían asistir a misa bajo pena de muerte. El pastor de
Montory en Xiberoa-Sola, Juan Nouguez de cuarenta años fue asesinado. Un fiel
de la doctrina de la Iglesia nabarrista de la misma localidad, Domingo
Artigoity de cuarenta y cinco años, fue ahorcado en un árbol por el mismo
motivo, maltratado y dado por muerto fue abandonado, pero conservó la vida
gracias a su fuerte constitución y a que fue descolgado por una pareja de
protestantes que huía en la oscuridad de la noche de Montory.
A María Etchecopar,
también de ese pueblo, sus verdugos católicos no cesaron de enseñarse con ella.
La violaron repetidas veces antes de colgarla por los pies y ahogarla en el río
Retsu. Los asesinatos de pastores y laicos de la Iglesia nabarrista se repetían
por todos los lugares del Estado Pirenaico.
Los cuerpos de los
muertos protestantes, muy numerosos, eran arrojados a los distintos ríos del
País. Los que habían sido enterrados fueron desenterrados, desnudados y por
supuesto echados a los ríos por los soldados fanáticos católicos franceses y
por los fanáticos traidores de la Liga católica de Nabarra.
Violaciones, torturas,
asesinatos, ejecuciones y profanaciones a los miembros de la Iglesia reformada
de Nabarra, pastores o laicos, se sucedían por todo el Estado Pirenaico bajo el
amparo ilegal del gobernador francés Peyre, el cual había sido impuesto por
Carlos IX de Francia.
PARTE 30ª: El ejército
auxiliador de Juana
Los franceses habían
aplicado la ley de terror por todo el Reino de Nabarra, fueron pocos los
nabarros seguidores de la Iglesia nabarrista los que escaparon a tan atroz acto
de violencia en nombre de la Fe católica. Entre los que lograron salvar su
pellejo estaban algunos pastores calvinistas de más o menos importancia. Estos
pastores fueron G. Brun, Pedro Martel, el español exiliado Sabater, Pedro
Garruila, todos ellos torturados por sus carceleros y el más importante, el
suizo Pedro Viret, el cual recibió buen trato por orden de Monluc.
El ejército católico
que más muerte había causado fue el comandado por los señores de Luxe y
Domezain. A sus órdenes estuvieron 6.000 soldados vascos, 12 compañías de
caballería y una artillería formada por 20 cañones. El ejército de la corona
francesa estuvo formado por 4.000 gascones y 2.000 católicos de Biarno,
mientras que las fuerzas nabarras del señor Bernando de Arros eran muy, pero
que muy inferiores.
En mayo del año 1569
la artillería católica entró en acción en el asedio de la plaza fuerte de
Navarrenx. No fue hasta el mes de junio cuando llegó a través de un enviado del
hermano del señor de Bosdarros, llamado Louvie, noticias de la llegada de una
expedición de socorro preparada por Juana III de Nabarra. Como avanzadilla, en
el mes de junio, llegó un emisario uno de los mejores jefes del ejército de la
Reina de Nabarra, el barón de Montamat. Llevaba cartas del propio barón y del
conde de Montgomery, que anunciaba a los sitiados la llegada del ejército
auxiliador.
Las tropas nabarras
que defendían Navarrenx, llevan resistiendo un asedio de tres meses y medio a
un poderoso ejército católico, pero carente de una persona inteligente a su
mando, el general francés Terride. Las bajas nabarras sumaban solo treinta y
cuatro muertos en lucha y seis por enfermedad; mientras que las bajas de en el
ejército de los invasores y traidores, sumaban ya los 1.000 hombres muertos.
El ejército auxiliador
creado por la reina de Nabarra para liberar el Estado Pirenaico, fue comandado
por Gabriel de Lorges conde de Montgomery. Para facilitar la expedición Juana
III de Nabarra empeñó sus joyas personales, preciosos tapices y el famoso rubí Balais. Contra la entrega de esos
objetos, Isabel I de Inglaterra le envió 10.000 angelots, balas de cañón, seis
cañones y la pólvora requerida para su uso.
A finales de julio el
ejército de socorro formado por 4.000 hombres y 500 caballos, salió de Castres,
entrando en Bigorre el segundo día de agosto y tres días después entraron en el
vizcondado de Biarno por Pontacq. El general francés Terride, rápidamente
retiró la artillería del asedio de Navarrenx por consejo de Monluc. La repartió
entre Orthez y Mauleon. Mientras los vascos que estaban al servicio del traidor
señor de Luxe se dispersaron por el hostigamiento de los hombres del señor Bernando
de Arros, retirándose a Baxenaparra.
El grueso del ejército
Real de Nabarra llegó a Orthez el 8 de agosto y después, concretamente el día
22, entró triunfante en Pau. El duque de Anjou escribió a Juana III de Nabarra
y a Enrique de Biana, pidiéndoles la liberación del general Terride, de
Sainte-Colomme y de Gohas, sus tres jefes militares, amenazando de que si no
eran liberados, él mataría a todos los prisioneros hugonotes, pero tanto
Terride como Gohas habían muerto a tiros de arcabuz en Navarrenx, en el momento
que intentaban fugarse por el tejado del edificio en el cual estaban
prisioneros. Así se lo comunicó la reina de Nabarra en su carta de
contestación.
Por otro lado, el
gobernador de Navarrenx Bertrán de Gabastan fue acusado de traición al haberse
puesto de acuerdo con Moluc. Fue hecho
prisionero, juzgado sumariamente y ejecutado por traición, antes de pudiera dar
la señal de invasión a 4.000 soldados católicos españoles que estaban esperando
para penetrar en el Reino de Nabarra por la comarca de Baxenaparra; dicho
ejército de Felipe II de España estaba posicionado en Orreaga-Roncesvalles.
Visto lo visto, el gobernador Esgoarrabaque de Oloron se fugó y nunca más se
supo de él, mientras que el obispo católico Claudio Régin cruzo los Pirineos y
se refugió en Zangotza-Sangüesa.
Las tropas nabarras
encabezabas por el señor de Agramont, el cual había resistido la invasión
francesa junto a su combatiente y amada esposa Helena en el castillo de
Bidatxe, penetraron en los valles de Baxenaparra, expulsando al señor de Luxe.
Los católicos traidores al Estado de Nabarra, se atrincheraron entonces en
Donibane Garazi. Carlos de Luxe envió un correo al virrey española de la Alta
Navarra Juan de la Cerda y Silva, duque de Medinaceli, en busca de apoyo
militar. El soporte militar español llegó rápido, ya que los 4.000 soldados
españoles aún permanecían dispuestos en el paso de Orreaga-Roncesvalles. Las
tropas nabarras de Antonio de Agramont pasaron a ser las perseguidas, pero su
retirada estratégica les permitió reagruparse rápidamente, alcanzando una gran
victoria tras guiar a las tropas españolas a una emboscada. El ejército español
se retiró desperdigado a la Alta Navarra, mientras que los traidores
capitaneados por Carlos de Luxe, buscaron refugio en los valles de Xiberoa-Sola
abandonado Donibane Garazi, antes de que el señor de Agramont pudiera formar un
nuevo cerco de acoso.
Así pues, en solo
quince días, gracias a la resistencia del señor de Bosdarros, unida a la
llegada del ejército auxiliador comandado por el conde de Montgomery, ya se había
liberado el vizcondado de Biarno y la comarca de Baxenaparra de la ocupación
militar francesa y de los traidores sublevados contra Juana III de Nabarra. Todo
ello sin causar daño alguno a la población civil, ni destruir nada. Incluso, el
22 de septiembre el conde de Montgomery, en representación de Juana III de
Nabarra, ordenó la prohibición de la pena de muerte. Siete días más tarde
quedaron confiscados todos los bienes de los traidores, ya estuvieran vivos o
muertos, estableciendo que fueran vendidos y que las ganancias debían ser
entregadas a los soldados del señor Bernando de Arros y del señor Antonio de
Agramont.
Tres días más tarde
les tocó recibir la factura a los eclesiásticos de la Iglesia de Roma, cuyos
bienes fueron confiscados, templos incluidos, privándole a la enemiga y
sanguinaria Iglesia de Roma de sus pedestales de predicación del odio, desde
donde arengaban a sus fieles a levantarse en armas contra Juana III de Nabarra.
Dichos bienes fueron para el Consejo Eclesiástico de la Iglesia nabarrista.
Finalmente el 10 de octubre se llevó a cabo el primer Sínodo de la Iglesia
nabarrista en Lescar, al cual acudieron los pastores de Biarno, Baxenaparra,
Xiberoa-Sola y Laburdi-Labourd.
PARTE 31ª: Liada normalización
del Reino de Nabarra
La primera misión que
tenían los libertadores del Reino de Nabarra, era la de reorganización de la
Iglesia nabarrista, ya que los católicos franceses y los traidores católicos
del Reino de Nabarra, habían asesinado a casi la totalidad de los sus pastores
por defender la Fe nabarrista. Ello implicaba a su vez, el intentar hacer
desaparecer por completo y lo más rápidamente posible, la sanguinaria, maligna,
brutal e impositora Iglesia de Roma, de todo el territorio del Estado de
Nabarra.
El general del
ejército auxiliador estuvo presente en el Sínodo de LEscar, traes ello marchó a
Bigorre y después a Armagnac, para reunirse posteriormente en Garonne, con el
comandante en jefe del ejército hugonote el almirante Coligny, el cual estaba
acompañado por el príncipe Enrique de Bourbon-Nabarra y Albret. Éste en nombre
de la reina de Nabarra ascendió al barón de Montamant Guillermo de Astarac, al
rango de teniente general del Reino de Nabarra, por su destacaba contribución
durante la liberación del Estado Pirenaico. Sería el barón de Montamant junto
al señor de Bosdarros, los designados de gobernar el Estado de Nabarra en
ausencia de Juana III de Nabarra.
El 28 de enero del año
1570 se publicó en el Estado Pirenaico una orden Real con 19 artículos contra
la Iglesia de Roma, el clero, los monjes y los titulares de oficio católico. El
ejercicio de la religión romana quedó abolido en todo el País. Los sacerdotes y
monjes católicos tendrán que salir de todas las tierras del Reino de Nabarra.
El último día de mayo, Juana III de Nabarra envió una nota a la Cancillería de
Nabarra y al Consejo soberano de Biarno, apelando a la orden Real por lo que se
tenía que juzgar, en un plazo máximo de 15 días, a todos los sediciosos y
traidores, ya fuesen jefes u oficiales, escapados, prisioneros e incluso a los
que ya estaban muertos. El tablón de proscritos debía poner en sitio público.
El traidor Carlos de
Luxe seguía batallando esporádicamente contra la legitimidad de Juana III de
Nabarra, siendo el barón de Montamant el encargado de combatirle tras la marcha
del general Montgomery a La Rochelle. El renegado de Luxe saqueaba iglesia nabaristas,
asesinaba a inocentes e incluso llegó a quemar su castillo de Mauleon.
Carlos IX de Francia
no había aceptado el descalabro militar en su invasión al Reino de Nabarra.
Además todavía quedaban vascos y bearneses contrarios a la Iglesia nabarrista.
El traidor de Luxe pidió entonces ayuda al monarca francés. Concretamente le
instó a realizar una nueva invasión del Estado de Nabarra, mientras encomendó a
subordinado Juan de Losses nuevas acciones militares de insurrección contra los
nabarros fieles a Juana III de Nabarra.
Carlos de Luxe, que
durante ese tiempo había permanecido oculto en Xiberoa-Sola, reunió sus tropas
en Barcus para a continuación atacar Moumour, pero rápidamente tuvo que
retirase ante la llega del señor de Bosdarros. Durante la noche el traidor de
Luxe abandonó Santa María, poblado donde se había refugiado, huyendo a
Baxenaparra, donde el insidioso de Luxe continuó manteniendo la agitación en el
espíritu de las gentes católicas. Incluso en el mes de julio, incitó a las
habitantes del valle de Baretous para que se pusieran como súbditos de Carlos
IX de Francia.
Alentado por la
actitud afrancesada y católica del traidor de Luxe, el cardenal de Lorena-Guisa
respondió favorablemente a la invitación de guerra llevaba a cabo por el sedicioso
vasco, haciendo llegar desde Baiona-Bayonne a Nogaro para preparar un nuevo
ejército francés de invasión. Pero el 8 de agosto se firmó la paz de
Saint-Germain, que ponía fin a la sangrienta guerra de religión en el Reino de
Francia, impidiendo las formaciones de nuevos ejércitos en ese País, tanto a
hugonotes como a católicos aunque fueran a combatir al extranjero Estado de
Nabarra. Dicho tratado de paz fue firmado por el almirante de Coligny y Carlos
IX de Francia, pero en realidad fue ideado y negociado entre Juana III de
Nabarra y Catalina de Medici.
A pesar de tener todo
en contra, el traidor de Luxe marchó de nuevo a Baxenaparra para reunirse con
los otros insubordinados, concretamente con los señores de Domezain y
Armendaritz. Juntos, los tres sediciosos vascos volvieron a tomar Donibane
Garazi, pero esta vez bajo la protección católica de virrey español de la Alta
Navarra. Juana III de Nabarra, por diplomacia y para que así Felipe II de
España no tuviese una excusa por la cual invadir militarmente el Estado de
Nabarra, ordenó a los tenientes generales del Reino de Nabarra que no
interviniesen.
Este acto nuevo de
sedición dejaba ver a las claras que la pacificación ansiada por Juana III de
Nabarra, no se había logrado aún en Baxenaparra. Por ello ordenó al señor de Bosdarros
la publicación en todo el Estado Pirenaico la noticia de una amnistía general,
restableciéndose así la Justicia nabarra, mientras que por otro lado quedaba
expulsada del Reino de Nabarra la Iglesia de Roma. Todos los señores católicos
que se habían alzado contra la reina de Nabarra aceptaron el perdón y rindieron
sus armas. Salvo el traidor de Luxe, que escapó a la Alta Navarra y se escondió
en Otsagabia-Ochagavía.
Continuará…
PARTE 32ª: Bidatxe; la
añoranza de Juana y su negativa a un matrimonio de conveniencia
Con una relativa
tranquilidad existente en el Reino de Nabarra, el señor de Agramont acudió
junto a su amada Helena a Baiona-Bayonne, para atender el requerimiento
municipal de dicha ciudad. Al fin y al cabo, Antonio de Agramont era su presidente-alcalde.
El 21 de octubre, durante el pleno reunido, se le presentó ciertas alegaciones
sobre las pretensiones que tenía la corporación sobre un puente, el cual estaba
situado en su feudo señorial de Bidatxe. Sin dudarlo por un segundo el señor de
Agramont respondió:
“El dicho lugar de Bidatxe es tenido por mi como soberanía,
salvo que la reina o el rey de Nabarra, debido a su grandeza, quisieran y
pudieran disponer de él”.
Los asistentes se
molestaron abiertamente y enviaron un mensajero hasta La Rochelle. Éste se
presentó ante Juana III de Nabarra para
informarle que el señor de Agramont se había sublevado contra ella. La reina de
Nabarra no entendía nada de lo que decía ese desconocido de su siempre leal amigo
Antonio de Agramont, así que le preguntó en que basaba dicha afirmación. El
correo laburtarra le dijo las misma palabras que en Baiona-Bayonne había dicho
el señor de Agramont. Esto provocó una gran carcajada en Juana III de Nabarra,
la cual sorprendió a los presente ya que nunca le habían visto reírse de esa
forma y ciertamente, tampoco de ninguna otra. Juana III de Nabarra tras
extinguir sus carcajadas, pero todavía con una sonrisa en la cara, le contestó:
“No quiero, ni puedo disponer de Bidatxe, ya que dicho paraje
posee desde hace muchos años mi corazón”.
De todas formas esta
noticia sin ningún interés político real, le trajo enormes recuerdos a la reina
de Nabarra, más aún en un momento en el cual estaba sobre la mesa la
candidatura firme de una esposa su hijo Enrique. Esta era una princesa
francesa, antigua pretendiente de cuando aún ambos eran unos niños. Se llamaba Margarita
de Valois-Orleans-Angulema, y era la hija de su enemiga Catalina de Medici.
Dicha propuesta de
matrimonio se había discutido durante la firma del tratado de paz de Saint-Germain,
pero durante las negociaciones no se había llegado a un acuerdo, principalmente
por la reticencia de la reina de Nabarra, la cual se excusó afirmando que antes
lo tenía que consultar con su hijo el príncipe de Biana. Los jefes hugonotes
con el almirante Coligny al frente, insistieron en reiteradas ocasiones a Juana
III de Nabarra de la conveniencia de dicho contrato matrimonial, especialmente
para la causa de la Iglesia reformada de Francia.
La reina de Nabarra se
había reunido en privado con su hijo horas antes de la llegada del emisario de
la ciudad de Baiona-Bayonne, precisamente para hablar de su posible matrimonio
con Margot. En dicha reunión decidieron ir adelante con el proyecto
matrimonial, pero aún Juana III de Nabarra no se lo había comunicado al
almirante Coligny, ni a nadie. La única condición que ponía el príncipe de
Biana era que la princesa francesa se convirtiese al protestantismo, algo que
su madre veía con muy buenos ojos. Pero la idea de Juana III de Nabarra cambió
cuando se puso a recordar lo que ella, en su juventud, había vivido en Bidatxe
por amor.
Los paseos que había
dado junto al único hombre que había amado en mente y cuerpo. Las poesías que
le recitó a su amado al cobijo de la sombra de los árboles. Las caricias
furtivas y los primeros besos. Las miradas cómplices durante las cenas, junto a
las hermosas escapadas nocturnas entre alborozos, sonrojos y risas.
Todo ello le hizo
tener claro una cosa, el amor está por encima de la política y de la religión,
pensamiento que había permanecido oculto en lo más profundo de su cerebro, tras
esconderlo ella por la traición llevada a cabo por Antonio. Estaba claro cuál
era la pregunta que debía hacer a su hijo. Por ello se levantó y salió en busca
de Enrique. Este estaba en el patio practicando esgrima con su más fiel amigo,
el cual no podía ser otro más que el hijo de los señores de Agramont, que la
reina de Nabarra había llevado consigo a La Rochelle, por petición expresa de
sus leales amigos Antonio y Helena, antes de que se produjera la invasión del
Reino de Nabarra por parte del ejército católico francés. Juana paró el combate
y le preguntó a Enrique:
“Hijo, ¿Tú amas a Margot?” A
lo que rápidamente su hijo contestó: “No
madre”. A continuación la reina de Nabarra se volvió a los presentes y
exclamó públicamente: “No hay boda”.
PARTE 33ª: El retorno
de la reina y la libertad de culto
La decisión de Juana
III de Nabarra enfadó a todos los jefes hugonotes, especialmente al almirante Coligny.
Pero éste muy bien sabía que cuando la reina de Nabarra comunica una decisión,
esta ha sido tomada con firmeza y que pocas veces variaba de opinión. Por ello,
para no incentivar más la obcecación en dicha decisión de Juana III de Nabarra,
dispuso esperar a la conclusión del Sínodo de la Iglesia reformada de Francia,
el cual se iba a celebrar en el fortaleza de La Rochelle.
Dicho Sínodo fue
presidio por Teodoro de Bèze amigo de Juana III de Nabarra. La reina de Nabarra
aprovechó para consultar a los miembros de la asamblea, si en conciencia podía
conservar en sus cargos del Reino de Nabarra, a los oficiales y nobles
católicos, o tener a su servicio a gentes que profesaban dicho credo. El
presidente de la asamblea le contestó formalmente, tras deliberarlo con los
otros miembros, que en nada se podía oponer, siempre que dichos católicos
fueran pacíficos y llevasen una vida ordenada.
Juana de Albret y
Enrique de Bourbon y Albret, firmaron junto a Teodoro de Bèze, el cardenal
Chatillon, Enrique de Bourbon-Condé y otros insignes protestantes, la aplicación
de una estudiada Confesión de Fe para la Iglesia reformada de Francia. Pero Juana
III de Nabarra andaba preocupada por otro asunto, concretamente si esta
conducta en consonancia con la disciplina eclesiástica de la Iglesia reformada
de Francia, podría afectar de algún modo a la Iglesia nabarrista y a otros
posibles credos existentes en el Reino de Nabarra, pues acababa de llegar a La
Rochelle una propuesta de restablecimiento del culto católico desde los Estados
Generales de Nabarra. Pero esto era algo que se debía estudiar solo por nabarros,
no por los franceses aunque sean reformados, así que pospuso su decisión hasta
volver al Reino Pirenaico.
Tras el Sínodo, el
almirante Coligny partió hacia Paris con la obligación de informar a Carlos IX
de Francia de que no se iba a producir el matrimonio entre su hermana y el
príncipe de Biana. Ese era el motivo principal por el cual no le acompañaba la
reina de Nabarra, que junto a su hijo el príncipe de Biana, los príncipes de
Condé y de Conti, del conde de Nassau y el hijo de los señores de Agramont,
partieron hacia el Reino de Nabarra, llegando a Pau a finales de agosto del año
1571.
En la ciudad de Pau se
celebró un nuevo Sínodo de la Iglesia nabarrista, por mandato de la reina de
Nabarra, Jefa de la Iglesia reformada de Nabarra. En él, se debatió sobre el
uso de las rentas eclesiásticas reformadas, además de las cuestiones
administrativas y de organización interior.
El obispo de Baiona-Bayonne
no perdió el tiempo en mostrar su rechazo a la celebración del Sínodo de la
Iglesia nabarrista. Tras ponerse en contacto con Carlos IX de Francia, logró
del monarca francés su permiso para apoderarse de los bienes de la reina de
Nabarra que aún poseía en el Reino de Francia. Juana III de Nabarra envió una
comisión por todo el territorio soberano de Nabarra, con la orden de hacer
leer, publicar y registrar en todo el Reino Pirenaico, las nuevas Ordenanzas
concernientes a la Religión, el las cuales se acordaba devolver los bienes
eclesiásticos católicos confiscados al comienzo del conflicto, tanto a
Baiona-Bayonne como a Orreaga-Roncesvalles.
Pero lo más importante
que aparecía en dichas Ordenanzas, fue la aportación personal de la propia Juana
III de Nabarra, que había promulgado como Jefa del Estado Pirenaico y también
como Jefa de la Iglesia nabarrista, el Manifiesto
de los Gentileshombres y del Pueblo de Nabarra, que procuraba la libertad de
culto para todos los nabarros, algo que ya demandaban sus compatriotas
católicos cuando aún estaba en La Rochelle. Este importante manifiesto no tuvo
ningún tipo de oposición por parte de los ministros de la Iglesia reformada de
Nabarra.
PARTE 34ª: El
asesinato de Juana
En la Corte francesa de
Paris, la paz entre hugonotes y católicos estaba resultando palpablemente incómoda.
Los príncipes y nobles católicos estaban indignados por las concesiones en
materia religiosa realizadas a los hugonotes por Carlos IX de Francia. El
propio rey francés estaba tratando de dogmatizar su independencia con respecto
a su dominante madre Catalina de Medici, pasando a tener como consejo personal al
almirante hugonote Coligny, el cual a su vez estaba considerando poner al Reino
de Francia en guerra contra el Reino de España, para así, bajo el amor patrio, llegar
a unificar al Pueblo francés.
Pero Catalina de
Medici tenía sus propios planes para alcanzar la unidad. Sabedora del interés
inicial del almirante Colingy sobre el matrimonio entre su hija Margot y el
príncipe de Biana, pasó a aproximarse al líder hugonote, buscando con ello un
aliado político del entorno de Juana III de Nabarra, y así poder convencerla
finalmente. A decir verdad, ambos eran los principales valedores para la
consecución de dicho matrimonio y en esto, rápidamente se pusieron de acuerdo
para convencer a Carlos IX de Francia en primer lugar, y éste de igual a igual,
presionar a la reina de Nabarra.
Pero era necesario que
la reina de Nabarra se personara en la Corte francesa. Para conseguir que Juana
III de Nabarra fuese a Paris, le comunicaron que era obligada su presencia para
que se le restituyeran los diferentes bienes y feudos en suelo francés, que se
le habían confiscado durante la guerra de Nabarra, la cual estaba enmarcada en el
contexto político-religioso de la tercera guerra de Religión francesa.
Juana III de Nabarra
aceptó, pero tuvo un mal presentimiento antes de salir de Pau en noviembre del
año 1571. Cosa rara en ella, lloró despidiéndose de sus hijos Enrique y
Catalina. Tras varias paradas en el camino, conscientemente prolongadas, llegó
a París en enero del año 1572 para resolver los supuestos asuntos relacionados
con sus bienes confiscados. Pero al llegar, Catalina de Medici le informó que
debían tratar en primer lugar lo concerniente a un acuerdo amplio sobre el
contrato matrimonial para sus hijos, pues la realización de dicha boda debía
realizarse por el bien de la paz. Juana III de Nabarra miró entonces al
almirante Coligny. Éste se hizo el loco diciendo que él no sabía nada del
asunto expuesto por la reina madre de Francia, pero que sería conveniente
intentar que se llevara a cabo por el bien común.
Juana III de Nabarra lo
único que odiaba en este Mundo era la Corte de Paris por todo lo que
significaba, tanto en materia política, como religiosa y especialmente en
materia humana. La reina de Nabarra quería zanjar pronto este tema,
recordándole a Catalina de Medici que ella ya se había negado a dicho
matrimonio, al igual que su hijo. En la misma cara de Catalina de Medici, Juana
III de Nabarra le acusó que su objetivo principal, por no decir el único, era
separar a su hijo de ella y de Dios.
Por otro lado, el
almirante Colingy se puso en comunicación con el príncipe de Biana a través de
intermediarios de confianza de ambos. Todo con la simple intención de convencer
al príncipe de Biana y así accediera al
matrimonio, ya que finalmente era la única persona en el Mundo que podría
convencer a Juana III de Nabarra sobre este asunto. Tras dos meses de tensan
negociaciones entre Catalina de Medici y Juana III de Nabarra y de la labor
constante de los mandados del almirante de Conigny con el objetivo de convencer
a Enrique de Bourbon-Nabarra y Albret, éste fue convencido y envió una carta a
su madre comunicándole su decisión firme de casarse definitivamente con Margot.
Así pues, Juana III de Nabarra fue convencida, pero al estar horrorizada por la
decadencia existente en la lujuriosa e hipócrita Corte francesa, escribió a su
hijo:
“Margot es hermosa, discreta y elegante, pero ha crecido en
la más viciosa y corrupta atmósfera imaginable… No puedo ver que alguien de aquí
haya escapado a su veneno... Por nada en la tierra quisiera que tú vivieras
aquí… Por lo tanto, deseo que si te casas con Margot os retiréis de esta corrupción
y residáis en Nabarra… Aunque sabía que
era mala la Corte francesa, la he encontrado aún peor de lo que recordaba y me temía...
Si estuvieras aquí no te escaparías sin una intervención especial de Dios...”
Enrique de Biana con
su hermana Catalina de Bourbon-Nabarra y Albret, acompañados de todos los
funcionarios de la Corte del Estado Pirenaico, la flor y nata de la nobleza del
Reino de Nabarra, incluido el señor soberano de Agramont-Bidatxe junto a su
amada y amante esposa Helena, llegaron a Paris en el mes de abril, vestidos
únicamente de negro riguroso.
Enrique de Bourbon-Nabarra
y Albret fue directo al castillo de Blois, donde correspondía firmar el contrato
matrimonial de acuerdo a las negociaciones. Sintiéndose supremamente impotente
para detener el matrimonio, Juana III de Nabarra hizo ciertas exigencias. Tras
no poder conseguir la conversión al protestantismo por parte de la princesa
Margot, ya que no lo aprobaban ni Carlos IX de Francia ni Catalina de Medici,
Juana III de Nabarra ganó todas las demás exigencias. A parte de una gran dote
que debía aporta el rey de Francia por su hermana Margot, insistió en que el
cardenal de Bourbon debía ser el que realizara la ceremonia, pero no como un sacerdote,
sino como un príncipe. La boda no se realizaría en una iglesia, sino fuera de
ella, y que su hijo Enrique no debería acompañar, bajo ningún concepto o escusa,
a su esposa a la iglesia para escuchar la misa católica.
Tras la firma del
contrato matrimonial, la reina de Nabarra se reunió por fin con el rey de
Francia por primera vez desde que estaba en la Corte de Paris. Carlos IX de
Francia, con una actitud de lo más hipócrita, abrazó efusivamente a Juana III
de Nabarra antes de estar durante dos horas reunidos. Ese tiempo fue el que
costó que se le devolvieran a la reina de Nabarra todos sus bienes y posesiones
en territorio francés, que anteriormente se le habían embargado. En dicha
reunión también estuvo presente Catalina de Medici, faltaría más.
Pero Juana III de
Nabarra se encontraba perturbada y atormentada en la Corte de francesa, odia
todo de ella y eso le lastimaba el corazón. Incluso, por el bien de su salud,
estaba pensando en marcharse de Paris sin que se llevara a cabo el matrimonio,
pero el almirante Coligny se opuso frontalmente a tal decisión, convenciendo a
la reina de Nabarra que ya era muy poco el tiempo que iba a estar en esa Corte,
nido de hipócritas.. Los preparativos para la boda ya estaban hechos e incluso
había llegado una dispensa papal desde Roma, para así poder casarse una
católica con un protestante. Nada más se conoció el contrato matrimonial en
Roma, el papa Gregorio XIII, a través de su delegado papal en el Reino de Francia,
había intentado que Carlos IX de Francia rompiese su palabra dada a la reina de
Nabarra y que casase a su hermana con el rey de Portugal. Pero los preparativos
ya estaban hechos y todos, nabarros, franceses, romanos, etc., partieron de
Blois a Paris el día 15 de mayo.
Mientras Catalina de
Medici puso en juego todos sus recursos para las fiestas que debían rodear a los
días anteriores y posteriores a la boda, Juana III de Nabarra se relajaba un
poco ante la situación ocurrente, alejando sus temores y oscuros pensamientos.
El día 4 de junio, la reina de Nabarra
acompañó de compras por Paris a Catalina de Medici. Estuvieron en varios
negocios de manera muy distendida. El último comercio que visitaron fue la
tienda de Renato de Florencia, alquimista, perfumista, modisto, etc. personal
de Catalina de Medici. Renato de Florencia le entregó a Juana III de Nabarra unos
hermosos guantes “perfumados”, como regalo en nombre de su protectora y
benefactora Catalina de Medici. La reina de Nabarra, tras ponerse los guantes y
comprobar que tenían un tacto esquisto, pasó a hablar con la reina madre de
Francia de las preciosas cosas que tenía ese prestigioso artesano florentino.
Allí estuvieron más de una hora en la cual tomaron un refrigerio líquido.
Después, Juana III de Nabarra se quitó los guantes y salió con Catalina de
Medici del comercio. Nada más salir, la reina de Nabarra se sintió alterada,
con el corazón acelerado y fuertes mareos, desmayándose a continuación.
Juana III de Nabarra
fue apresuradamente trasladada al castillo de Blois. Allí los desmayos se
convirtieron en vértigos y fue acostada. Ya en la cama comenzaron a sucederse los
delirios. El día 8 la reina de Nabarra en un momento de lucidez hizo su
testamento, donde especificó donde y como debía ser enterrada.
“Quiero y ordeno que mi cuerpo sea inhumado en el lugar
donde está inhumado el difunto Enrique, mi padre, y sin ninguna pompa, según la
Religión Reformada”.
Tras veinticuatro
horas de insufribles dolores y una enorme agonía, Juana III de Nabarra murió
asistida en su último aliento por su amigo el pastor reformado Juan Raimundo
Merlin.
Catalina de Medici, de
la forma más hipócrita y farsante posible al estar intencionadamente junto a
una planta de Belladona, manifestó sin que nadie se lo pidiese o preguntase, su
más profundo dolor y pena por la muerte de Juana III de Nabarra. A continuación
pasó suspender todas las fiestas y diversiones relacionadas con la boda.
Al cuerpo de Juana III
de Nabarra se le realizó una autopsia por los médicos personales de Catalina de
Medici, tras haber aparecido unas extrañas manchas oscuras post mortem, en la piel del rosto de la reina de Nabarra. Unas
sombras e imperfecciones de la piel, que rápidamente había tapado Catalina de
Medici con un espeso velo.
Los médicos de
Catalina de Medici llegaron avivadamente a la conclusión de que Juana III de
Nabarra no había sido envenenada. Por cierto, los famosos guantes habían
desaparecido el mismo día del suceso y la planta de Belladona la había hecho
traer a Paris Catalina de Medici desde la Península Itálica. Las pócimas o
perfumes que se pueden realizar con esta planta, si se usa en pequeñas dosis,
tienen la facultad de dilatar las pupilas haciéndolas más atractivas. Pero al
contener la sustancia química de la atropina, una droga aceleradora del ritmo
cardiaco, su consumición y también el contacto con dicha sustancia en altas
dosis, es un veneno poderoso y resulta francamente mortal.
Tras ello el cuerpo de
Juana III de Nabarra fue encerrado en una caja de plomo cubierta con un simple
paño negro. En una carreta mandada por dos caballos llegó el cuerpo de la reina
de Nabarra a Lescar. En la catedral de Nuestra Señora, siguiendo a raja tabla
sus últimas órdenes, fue enterrada junto a sus padres y antepasados, la reina
de Nabarra Juana de Albret.
FIN
ANEXO
LEYENDAS
Juana
III de Nabarra fue una reina excepcional, ciertamente una mujer adelantada en
muchos sentidos a su tiempo. Un perfil de mujer fuerte desde la infancia,
indomable en su juventud, que no se dejaba someter por nada, ni por nadie, pues
no entendía la sumisión de la mujer al hombre, ni la del Estado de Nabarra a
otros Estados. Su carácter indomable, su defensa del amor, primero en una
relación sana basada en la complicidad y la lealtad, tanto mental como carnal,
después el incondicional amor hacia su familia y a sus pocos amigos, sin
olvidarse del amor patrio y de la libertad de culto en paz.
Esta
mujer libre pensadora, valiente ante todas las adversidades que se encontró
durante su vida y sobre todo, coherente con sus ideas familiares, religiosas y
su Nación nabarra, tiene dos hermosas leyendas, las cuales fueron realizadas en
su época basadas en hechos históricos cuando aún estaba viva Juana III de
Nabarra. En ellas se observa la admiración de todo el Pueblo nabarro; por un
lado el de la Alta Navarra, sometido y sojuzgado por los españoles y por otro
lado, el libre que luchaba contra la imposición tiránica religiosa de la
Iglesia de Roma.
Hay
que recordar, que las leyendas son narraciones orales o escritas, con mayor o
menor coexistencia de elementos imaginativos y reales, que generalmente se
intentan pasar por verdades fundadas o ligadas a elementos históricos en unos
casos, pero en otros están basado en una realidad adornada para dar más
énfasis, pues en muchos casos lo que se quiero es lograr algún objetivo,
normalmente de fin político y/o religioso. Todas las leyendas que han llegado a
nuestros días, se transmitieron de generación en generación, casi siempre de
forma oral, y por ello están siempre
supeditadas a supresiones, nuevos añadidos e incluso, modificaciones, al dar
cada persona su toque personal.
Así
pues, paso a relataros la leyenda que más me gusta de Juana III de Nabarra. Su
origen está situado en un contexto muy especial y de gran importancia política
para el Estado de Nabarra. Tras ser nombrada reina de Nabarra junto a su
entonces amado y amante esposo Antonio de Bourbon, éstos que ya habían hablado
sobre el tema incluso cuando eran amantes secretos, decidieron recuperar
militarmente las tierras ocupadas por los españoles al sur del Pirineo y con
ello, romper las cadenas imaginarias que esclavizaban en la vida real a los
nabarros surpirenaicos, justo en un momento en el cual hasta los traidores
beaumonteses estaban descontentos con la forma de gobernarles los virreyes
españoles, impuestos por la Corona de España.
Juana
en la selva del Irati
Concretamente
la aparición de esta bella leyenda patriótica tuvo lugar en los valles
colindantes a la selva de Irati, Aezkoa y Zaraitzu, los cuales sufrían una
intensa ocupación militar española, Dichos militares invasores españoles,
reprimían con gran violencia cualquier indicio de patriotismo nabarro que
entendían ver en las gentes de dichos valles. Por eso, cuando la oscuridad de la noche se
adueñaba de los valles y las casas, en la única privacidad que les otorgaba el
fuego de sus hogares, en familia o cuando se reunían con sus amigos y vecinos,
comenzó a ser escuchada una leyenda patriótica en torno a la legítima reina de
Nabarra, Juana de Albret.
Esta
comenzó a transmitida en secreto, de boca en boca, mientras coincidían los
leñadores en el bosque o cuando algún habitante de otro pueblo de la Alta
Navarra llegaba a sus pueblos y lo cobijaban en sus casas, alcanzando rápidamente
los valles próximos y posteriormente extendiéndose por el resto del territorio
de nuestro Estado de Nabarra, llegando hasta la actualidad de las mentes de los
soberanistas nabarros, que nos dicen:
En los días de niebla, las personas que se
introducen sin temor en la selva de Irati, si tienen intuiciones y prestan
atención, podrán ver la majestuosa figura de la reina Juana III de Nabarra salir
engalanada con la armadura Real de Nabarra entre la bruma. Si nos fijamos bien,
la vemos acompañada por su marido, un gran guerrero, y detrás de ellos marchan al
menos cien leales caballeros nabarros, fuertes, valientes y patriotas, que se
disponen seguros de ello, a liberar todas las tierra pertenecientes al Estado
de Nabarra del sur de los Pirineos, donde aún día y por desgracia nuestra,, el
Pueblo nabarro se encuentra sometido, sojuzgado y esclavo por la ocupación de
las tropas invasoras españolas y su sangrienta represión.
Al
norte del Pirineo, los nabarros libres y más concretamente los del vizcondado
de Biarno, crearon otra leyenda entorno a la reina y soberana Juana III de
Nabarra, la cual tiene el contexto histórico de la amenazante y misógina
Inquisición de la Iglesia de Roma, que quería juzgar y quemar a la reina de
Nabarra básicamente por ser una mujer y encima libre pensadora.
Juana,
Dios y Roma
Se dice que un día llegó a la Corte nabarra de Pau
un misterioso personaje y comenzó a preguntar sobre el nabarrismo. Según parece
ser, era el mismísimo Rey de los Cielos, el cual buscaba audiencia con Juana
III de Nabarra, tras contemplar las maravillas logradas en el Estado gobernado
por los nabarros, conseguidas en libertad y paz.
El Rey de los Cielos, tras varios días de charlando
con Juana III de Nabarra, logró convencer a la reina de Nabarra para realizar una
visita al emperador de Roma y así, ejecutar una defensa conjunta de los logros
conseguidos por el Estado Humanista de Nabarra y la idea nabarrista en el
Estado Pontificio.
Así se pusieron en marcha, al llegar a Roma los dos
viajeros se quedaron atónitos por la hermosura y belleza de la ciudad, decorada
de manera Renacentista por grandes maestros como Miguel Ángel, Leonardo y Raphael.
El Rey de los Cielos, tras hablarlo con la reina de Nabarra, se adelantó para
pedir una recepción en la Santa Sede. Al cabo de unas horas, volvió con Juana
III de Nabarra y le mostró su indignación
con estas palabras:
“Con estos paganos no queda nada que hacer Juana,
pues ni me han entendido. Yo dije que sobre esta piedra se edificaría mi
Iglesia, pero no de esta manera”.
Entonces, el extraño viajero acompañó de regreso al
Reino de Nabarra a Juana, concretamente hasta que ésta estuvo fuera de cualquier
peligro y, tras despedirse con amor de ella en los límites del Estado de Nabarra,
recurrió al pronóstico y al sermón:
“No olvides, Juana, que a mí me crucificaron gentes
de esta calaña, y que de Nabarra no quedará piedra sobre piedra, pero un día se
levantará gloriosa”.
ANEXO
TÍTULOS DE JUANA
Títulos oficiales
1528-1555
Princesa
de Biana (Reino de Nabarra)
1548-1562
Duquesa
de Bourbon (Reino de Francia)
Condesa
de Marle (Reino de Francia)
1549-1572
Duquesa
de Alençon y Berry (Reino de Francia)
Condesa
de Armagnac (Reino de Nabarra) y Perché (Reino de Francia)
1550-1572
Duquesa
de Vendôme (Reino de Francia)
Condesa
de Beaumont y Soissons (Ambos Reino de Francia)
1555-1572
Reina de Nabarra
Coprincesa
de Andorra (Principado de Andorra)
Duquesa
de Albret (Reino de Nabarra)
Condesa
de Foix, Bigorre (Reino de Nabarra), Limoges y Périgord (Reino de Francia)
Vizcondesa
de Biarno, Marsan, Gabardan, Gaure, Nébouzan, Tartas y Cuatro Valles (Reino de
Nabarra)
Baronesa de
Castelnau-Magnoac, Castelnau-Rivière-Basse (Reino de Nabarra), Caussade, Montmiral
y Rhodez (Reino de Francia)
Señora
de Donibane Garazi, Donapaleu, Garris, Hasparren, Iholdi, Baigorri, Amikuze, Ostibarre,
Jaxu, Urepel, Ortheze, Tarbes, Orleix, Pau, Salvatierra de Biarno, Navarrenx,
Oloron, Jurançon, Lescar, Nerac, Manhoac, Varossa, Aura, Nesta, Auzat, Varilhes,
Castellebo,… (Reino de Nabarra)
Dama de La Flêche,
Baugé, Sully, Craon, Argent, La Chapelle des Aix-dam-Gilon, Clermont, Villezon,
Orval, Espineuil, Château-Meillante, Montronde, Bruyères, Dun-Le-Roi,
Saint-Gondom, Coberin, Chalucete, Sainte-Hermin, Prahec, Lussac, Champaña,
Blois y Chisay (Reino de Francia)
Títulos despectivos y oficiosos otorgados por Carlos
V de Alemania y I de España, Felipe II de España, Carlos IX de Francia, Pio IV
de Roma y Gregorio XIII de Roma
1555-1556
Princesa del
Bearn (Carlos V de Alemania y I de España)
1556-1572
Señora
del Bearn (Felipe II de España)
1561-1572
Señora
de los herejes (Pio IV de Roma y Gregorio XIII de Roma)
Diablo con faldas
(Pio IV de Roma y Felipe II de España)
Bruja del Pirineo
(Felipe II de España y Gregorio XIII de Roma)
1569-1572
Soberana
de los hugonotes (Carlos IX de Francia)
Señora
de los piratas (Felipe II de España)