Néstor Lertxundi Beñaran
Para comprender el verdadero significado del nombre sorgiña, no basta con situarlo en el marco de la caza de brujas, porque el término y el oficio son muy anteriores a las persecuciones inquisitoriales.
En euskara, sorgin se relaciona con sortu −«nacer, engendrar, crear»− y designaba originalmente a la mujer que dominaba el arte de sanar, asistir a partos y mediar con el mundo natural.
La Inquisición no inventó esta figura: criminalizó una función ancestral de la cultura nabarra-vascona, reinterpretándola bajo el prisma de la herejía.
El contexto represivo explica la carga negativa que adquirió el término, pero no su significado originario.
El contexto político e histórico
Al abordar este tema, es importante no proyectar anacronismos. Hablar de «vascos» en los siglos XII-XIII es impreciso: las fuentes de la época mencionan a los Vascones o a los súbditos del Reino de Pamplona-Nabarra.
«Súbdito» debe entenderse aquí en clave de vasallaje, porque los caballeros nabarros eran figuras esenciales: primero por ser los esposos de las ugazabak, sorgiñak, iruleak y atsoak; después por constituir el núcleo del ejército nabarro, así como los condes y tenentes designados por el rey. Quiero decir, los vascones eran vasallos del reino porque era el rey de nabarra el que designaba los caballeros
Usar la categoría moderna «vascos» para ese contexto histórico invisibiliza al sujeto político real de los vascones: los Nabarros, herederos de un orden comunal, autónomo y matrilineal.
Tras la muerte de Sancho III el Mayor, el Reino de Pamplona-Nabarra fue dividido por sus hijos: Fernando Sánchez en Castilla y Ramiro en Aragón.
Ramiro I, fundador de la dinastía aragonesa, fue el punto de partida de una línea monárquica que, con sus descendientes Sancho Ramírez y Pedro I, consolidó el modelo feudal.
Varias generaciones más tarde, Pedro II de Aragón heredaría esta evolución y la llevaría a su forma jurídica más explícita.
En un momento de gran expansión del catarismo en Occitania y bajo la mirada de Roma, Pedro II promulgó las Constituciones de Lérida (1197) y Gerona (1198), que ordenaban la confiscación de bienes y la hoguera para los herejes pertinaces.
Estas leyes no surgieron aisladas: reforzaban la tendencia creciente de la casa aragonesa hacia la ortodoxia romana.
Desde entonces, el reino aragonés se convirtió formalmente en hijo de la Iglesia.
Este sometimiento político y religioso fue el preludio de la imposición de la Inquisición y del modelo patriarcal romano en los territorios vecinos, incluida Nabarra.
El orden nabarro y las dueñas de las casas
En Nabarra, la religión era católica, pero no necesariamente romana ni apostólica, y la estructura social mantenía rasgos autóctonos.
Las etxeak (casas) eran la base política, económica y espiritual del país.
Cada casa tenía una buru-jabe −literalmente «cabeza propietaria»−, mujer que administraba la economía, la medicina, la espiritualidad y la vida comunal.
Estas mujeres eran las ugazabak, atsoak, sorgiñak, iruleak y otros oficios casi perdidos hoy, roles adaptados a las capacidades y al lugar de cada una en el orden comunal.
Eran figuras de alto estatus social, responsables de la continuidad del linaje y del equilibrio entre personas, tierra y comunidad (auzoa).
La transmisión de la casa seguía una norma matrilineal: a la muerte de la madre, la hija mayor heredaba la propiedad, siempre que cumpliese las condiciones y se uniese con un caballero del ejército nabarro, garantizando así la continuidad del linaje.
En el Parlamento de Nabarra, el pueblo estaba representado por doce hombres y doce mujeres, además del estamento eclesiástico −el obispo de Pamplona y algunos clérigos−.
Esta estructura comunal, compartida y equilibrada entre sexos, resultaba incompatible con el feudalismo que Roma impulsaba en la Península.
La caza de las dueñas de las casas
Cuando el nuevo orden feudal-cristiano impuso su autoridad, la estructura comunal nabarra −femenina, autónoma y soberana− se convirtió en un obstáculo.
La llamada caza de brujas fue, en realidad, la caza de las dueñas de las casas.
Bajo la acusación de herejía o brujería se escondía una operación política: despojar a las mujeres nabarras de sus tierras, su conocimiento y su poder ancestral.
No se perseguía al demonio: se perseguía la organización matrilineal y comunal que sostenía la soberanía del país.
El cambio semántico refleja ese cambio político: las buru-jabeak (cabezas de casa) pasaron a ser «brujas», y las sorgiñak, atsoak y ugazabak se transformaron en «enemigas de Dios».
El cristianismo feudal degradó así los símbolos del poder femenino y nabarro.
Raíces lingüísticas: bruja, buru-jabe, ugazaba
En la toponimia y morfología del euskara se conserva la raíz bur− / bru−, que significa «cabeza» o «principio».
De ella derivan formas como burutza («jefatura»), buruntza («corona») o buruzagi («jefa»).
En este mismo campo semántico se sitúa bruja (buruja), cuyo sentido original habría sido «cabeza», «dueña», «autoridad», y no «hechicera».
Del mismo modo, ugazaba −hoy entendida como «amo» o «dueño»− conserva huellas de una antigua filiación femenina: ugatz significa «seno», y aba, «madre»; por tanto, ugazaba pudo significar originariamente «madre nodriza» o «la que nutre».
Estas voces −sorgiña, atso, ugazaba, buru-jabe− forman una red léxica que describe una sociedad matrilineal, donde la mujer era el eje vital, económico y espiritual.
Esto se ve también en abizena, donde aba es «madre» e izena «nombre», y en los términos de parentesco: arreba, osaba, izaba, amagiñarreba, etc.
Conclusión histórica
No hay evidencia documentada de quemas de brujas en Nabarra entre 1279 y 1334.
Los relatos sobre «tres mujeres quemadas en Isaba» pertenecen a la tradición popular o a reconstrucciones tardías.
Lo que sí está constatado es que:
Existían herboleras y curanderas sancionadas con multas menores.
Hubo penas por prácticas consideradas supersticiosas o heréticas.
Los reyes aragoneses −y en especial Pedro II− promulgaron ordenanzas antiheréticas con penas de hoguera.
La Inquisición formal y las persecuciones sistemáticas llegaron mucho después, sobre todo entre los siglos XV y XVI.
Epílogo
La sorgiña no fue una hechicera, sino la partera, la creadora, la mujer que daba vida y sostenía el orden comunal nabarro.
Sin sorgiñak no hay nacimientos: los niños nacerían muertos o mal, sin quien cuide del parto y de la madre.
Por eso, antes de ser temida, la sorgiña fue respetada: símbolo de un mundo donde la autoridad nacía de la casa, de la tierra y de la mujer.
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