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2011/06/09

MUERTE EN DOS ACTOS (PARTE 2). RECUERDOS EN LA OSCURIDAD

MUERTE EN DOS ACTOS (PARTE 2). RECUERDOS EN LA OSCURIDAD
Pedro del Guayo*; 1512-2012 Nafarroa Bizirik

Pamplona. 5 de agosto de 1522.

La noche era oscura. En el firmamento una luna nueva se ocultaba de la vista de los pocos que aún se mantenían despiertos. La ciudad dormía y la fortaleza castellana velaba sus sueños, vigilaba a todo un pueblo. La pétrea mole de Fernando el Católico se alzaba orgullosa en el corazón del reino conquistado. En su interior, una serie de fuegos alumbraban los paseos de guardia y el patio de armas, creando movimientos de luces y sombras, como antiguos danzantes en hogueras de verano. La mayoría de sus ocupantes hacía tiempo que caminaban por el mundo de los sueños. Y digo la mayoría, porque esa noche había quien no podía cerrar los ojos, por trabajo, o porque los recuerdos no le dejaban descansar.

De los muros que daban al patio de armas se abrían unas pequeñas ventanas a ras del suelo, cerradas por gruesos barrotes. Eran los calabozos de la fortaleza. Y en ellos había aún gente despierta. Si alguien se hubiera acercado a estos ventanucos, escucharía a alguien gritar, insultar y pedir justicia. Oiría la canción de los condenados. Y después de que se le hubiera acostumbrado la vista a la oscuridad, hubiese podido ver en una de las celdas una silueta sentada, pensante, silenciosa.

Don Jaime Velaz escuchaba a su hijo cómo increpaba a sus carceleros, mientras éstos se mofaban de él. Era joven y fogoso, él ya era viejo y sabía callar y esperar. La poca luz que entraba de las hogueras del patio iluminaban un calabozo casi vacío, únicamente ocupado por la oscuridad y los pensamientos de su inquilino. La pesada puerta se abrió y unas manos anónimas dejaron en el suelo un plato con lo que parecía carne y un vaso de lo que al poco vio que era vino. Caminó hacia los presentes, acompañado por el ruido de las cadenas; comió, bebió y al poco regresó de nuevo al lugar donde lo habíamos encontrado. En silencio, siguió escuchando las burlas de unos y la impotencia de otro. El ruido de las ratas que se ocultaban en las sombras le hizo volver en sí. Levantó las manos hasta que la luz exterior iluminó sus palmas. Las miró. Fuertes, callosas, sembradas de testigos de una dura vida de armas. Y entonces se puso a recordar.

Su mente viajó unos cuantos meses, aunque se le antojaron siglos, hasta aquel día en el que las banderas navarras cruzaron los pirineos de nuevo, buscando recuperar lo que les había sido arrebatado. ¡Qué orgullosos iban! ¡Cuanta valentía y esperanza portaban consigo! Se vio a si mismo frente a la fortaleza de Amaiur, entonces ocupada por los castellanos. Con poco tomaron el castillo, perdonando la vida a todo aquel que dentro se encontraba. Fueron horas gloriosas. El pendón del rey legítimo ondeaba de nuevo en el valle. Recordó cuando le nombraron alcaide del castillo, recordó cuando tenía algo que proteger y defender. Pero poco duró la gloria. Al igual que una tormenta, las tropas del emperador Carlos V poco a poco se acercaron por el horizonte. Se le antojaron como las olas del mar: parecían que se retiraban, pero siempre volvían de nuevo…siempre. Ahora las banderas Navarras únicamente se erguían en los muros de la fortaleza. Junto a él estaba su hijo y doscientos patriotas más. Se vio tumbado en su antiguo lecho, mirando al infinito y preguntándose qué les depararía el futuro. Se vio en las almenas, rodeado de metal y caras amigas, contemplando cómo lo que antes eran árboles que salpicaban el paisaje, ahora eran unos diez mil enemigos que habían llegado con la idea de echarlos de su propia casa. Numerosas bocas de bronce vacías les observaban sin descanso. Recordó el día en que éstas comenzaron a hablar. Eran mediados de julio y le pareció que estaba en el infierno. Pudo ver cada detalle de los intentos de conquista y se sintió de nuevo orgulloso por cómo un puñado de hombres rechazó a un ejercito como aquél por tres veces. Pero al final los números dieron la victoria al enemigo. Se encontró solo, en su lecho, la víspera de entregar la fortaleza. Olió el miedo que le invadió en esos momentos. Aunque sintió orgullo por lo que era, sintió orgullo por lo que estaban haciendo. En sus oídos resonaron de nuevo las promesas de perdón que les hicieron los castellanos y el ruido que hizo la maciza puerta del castillo la mañana del 22 de julio, cuando rendían la posición. Pero no todo fue cómo les habían prometido. A sus compañeros de armas, a sus amigos, se les permitió retirarse. Pero a él y a su hijo no. Recordó las últimas miradas, las últimas frases de aliento de sus camaradas. Era finales de julio, pero en su alma era pleno invierno. A partir de entonces todo se oscureció. Le esperaban un triste camino, un calabozo y unas cadenas.

De nuevo un chillido de rata le devolvió a la realidad. Pero esta vez fue diferente. Perforó la oscuridad y pudo contemplar una de estas pequeñas bestias retorcida junto a su comida, inmóvil, muerta. Se dio cuenta que su hijo ya no gritaba, pero si oyó a sus carceleros. Le llamó y no obtuvo respuesta. Volvió a mirarse de nuevo las manos, pero poco a poco las empezó a ver cada vez más borrosas. Una aguda punzada de dolor le perforó el estómago. Cerró los ojos y ya jamás los volvió a abrir. Al poco, casi todos los ocupantes de la fortaleza dormían tranquilos. Ya no salían sonidos de los ventanucos que daban a los calabozos. Ahora si se miraba por alguno de ellos únicamente se vería soledad y oscuridad.

Pocos días después, el 12 de agosto, un pastor del valle del Baztán vio a los españoles destruir el castillo de Amaiur, entregándolo a las llamas. Esa noche de verano, alrededor del hogar, contaría a sus hijos cómo le pareció ver al fantasma de Don Jaime Velaz de Medrano, firme en las almenas. Y cuando éstas cayeron, cómo su espíritu subió hacia los cielos mezclado entre la nube de humo. Les contaría su historia y la de todo un reino, para que jamás olvidasen lo que en esta tierra sucedió.

*profesor de Historia.
http://www.1512-2012.com/?p=1837

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©NABARTZALE BILDUMA 2011

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