'Aldehuela' de Egüés. Navidad, 1493
Arantzazu Amezaga Iribarren; Bibliotecaria y escritora.
Los diciembres de nuestra tierra son fríos, y posiblemente los caminos de barro de aquel año de 1493 resultaron penosos para el tránsito de una caravana que se allegaba desde Mont de Marsan, Aquitania, vía Donibne Garatzi, a Pamplona. No eran peregrinos de la rúa de Santiago, ni comerciantes, ni músicos, ni juglares, ni comediantes, expresión dramática, poética y lúdica de la época.
En la caravana detenida en la que los cronistas denominan la aldehuela de Egüés, y que escoltaban gallardos lanceros de Foix, permanecían los reyes de Nabarra a coronar, Catalina de Foix, reina propietaria, su consorte Juan de Albret, y la madre de Catalina, Magdalena. Era hermana del rey de Francia, casada con Gastón de Foix, heredero de la corona de Nabarra por su madre Leonor, y que ofició, por la muerte prematura de su marido en un torneo, diversión de la nobleza de ese tiempo, como regente del reino. O princesa de Viana, como le gustaba apodarse. Fue una gran apaciguadora.
Su primogénito, Francisco Febo, coronado en Pamplona, murió tempranamente. Magdalena regentó el reino mientras trataba de casar a su hija Catalina, asunto complicado en su tiempo en el que las alianzas reales oficiaban como pactos diplomáticos, y hacerla coronar en Pamplona, pese a la oposición, por un lado, de su tío Foix, duque de Narborna, que reclamaba el reino para sí, alegando la Ley Sálica francesa que en Nabarra no existía, y cuyas acciones y la de su descendiente, serían la pesadilla de Catalina.
Por otro lado, tenía la enemistad del condestable de Nabarra, jefe del brazo militar de las Cortes y de la facción beaumontesa, Luis de Beaumont, hombre carcomido por la ambición y estereotipo de la soldadesca bandolera de su tiempo, que se negaba a aceptar la coronación que las Cortes de Nabarra y los señoríos que en ella estaban comprometidos, como Bearn, aprobaron en 1483, a la muerte de Francisco Febo.
La guerra civil campeaba en Nabarra entre las facciones que acabarían arruinándola: la agramontesa, afín a una alianza con Francia, y la beaumontesa con Castilla y Aragón. La balanza se inclinó por la beaumontesa, tras mucha sangre derramada y mucha soberanía violada, cuando Fernando, por medio del Duque de Alba, invadió el territorio en 1512.
Mientras el arbitrario Conde Lerín cerraba en las narices de los reyes, la puerta de Pamplona, la vieja Iruña Vascónica, aquella Navidad de 1493, en Egüés, a poca distancia de Pamplona, una población mínima, con su iglesia románica con carácter de fortaleza, se trataba de acoger apuradamente a los reyes y su séquito. Tal fue el inicio de un reinado que comenzó con la aprobación de las Cortes en 1483, la coronación en 1494, terminando en1512, en la Nabarra peninsular. Un reino que agrietado por la Guerra Civil, encrespado por los bandos rivales y las ansias de expansión de Aragón, Castilla y Francia, terminó resquebrajado en las dos partes en que se asentaba en el Pirineo, mermado como ya lo había sido en su salida al mar, con las conquistas anteriores de Bizkaia y Gipuzkoa.
Si buscamos en Mont de Marson, encontramos como figura ilustre de la ciudad a quien en ella nació y murió, Catalina de Nabarra. Es una medida de unión entre la Aquitania, que al sur del Garona formó la Vasconia de los siglos medievales, y lo que conocemos como Euskal Herria. Una región cuyos intereses económicos y sociales pueden derivar en beneficios o, al menos, esa esperanza toca, en este estado de alerta roja en que nos mantiene la economía europea.
Región histórica de ricas vivencias culturales, de aproximación económica entre pueblos que, de una manera u otra, han permanecido en contacto real, más allá de las fronteras señaladas en los mapas políticos. La existencia de esta región, una más entre las muchas formadas en Europa, procura el aliento necesario para transitar este viacrucis de la crisis, y posiblemente fomente recursos para considerar aspectos de una federación europea de pueblos, desgastada la fórmula de los estados.
No sé qué pudieron pensar los jóvenes reyes de Nabarra en aquella parada de Navidad, en la posada de Egüés. Eran jóvenes y animosos, ambos descendían de Carlos III El Noble, el de grata memoria y, cosa extraña, traían libros en sus alforjas. Pero el conde de Lerín, enguerrillado y traidor, con la espada en la mano, mostró claramente cuál habría de ser su política: el enfrentamiento armado y verbal, la enemistad continua, la arrogancia prepotente de su fuerza, apoyada sobre todo en la de Fernando de Aragón. No importaba ahogar a Nabarra, si con ella conseguía, como lo hizo su hijo, ser nombrado Grande de España, con devolución de títulos y propiedades que los reyes de Nabarra le tenían confiscados por sus acciones malévolas, al día siguiente de la invasión.
http://www.noticiasdenavarra.com/2011/12/30/opinion/colaboracion/39aldehuela39-de-eges-navidad-1493
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