El exilio de Francisco de Xabier
Arantzazu Amezaga
Iribarren, bibliotecaria, escritora e historiadora nabarra
La palabra exilio tiene un sonido lacerante, como el del tajo de una espada en
las entrañas, profundo, doliente e irreparable. Francisco Xabier, hijo de Juan
de Jasu -el hombre fiel al reino de Nabarra y sus soberanos, presidente del
Real Consejo, el letrado de Bologna-, siendo niño vio arder por la mano
conquistadora el castillo familiar en el que nació, en la zona oriental del
reino. Lo desmocharon las tropas castellanas invasoras para que no fuera
obstáculo ni amenaza para la ocupación del reino vascón. Su madre, desde
entonces, firmó sus cartas como la triste María de Azpilkueta, y lo debió de
ser, porque aparte de la incineración y pérdida de bienes, en una familia donde
predominaba las letras, dos de sus hijos tomaron las armas para defender la
soberanía de Nabarra.
Francisco marchó a estudiar a París y allí, convencido por el que una vez fuera enemigo del reino, Ignacio de Loyola, se convierte en uno de los fundadores de la Compañía de Jesús que, con el tiempo, se haría todopoderosa, pero le tocó padecer otro exilio… partir a Oriente, hacia las tierras de los hombres de piel amarilla y ojos rasgados, que tenían otras costumbres, otras religiones, otras lenguas. Convertirlos en cristianos tarea ardua podía resultar y, en ello, se quemaron las fuerzas vitales de Francisco.
Murió demasiado joven, con cuarenta y seis años, y sus últimas palabras fueron en un idioma extraño, al decir de quienes le rodeaban, pero no para él, pues era la lengua de su madre, de su padre, de su familia y amigos, la lengua del pueblo de su reino. La llevaba, como todos los exiliados, dentro del corazón, para acompasar sus coloquios interiores, calmar sus padecimientos y atizar sus esperanzas. Seguramente además, en esos últimos segundos en que se asegura se repasa una vida, Francisco, huésped en un isla con aroma a especias, recobró el efluvio familiar del castillo natal en los días de bonanza: el de los sarmientos ardiendo en las chimeneas, el de los corderos asados con su vivificante olor a romero, la apelmazada miasma de los establos y caballerizas, el amargor del musgo que trepaba por las viejas piedras de mil años de embate fronterizo, en el dulce perfume a rosas silvestres que exudaba el cuerpo de su madre María… y quizá también, el terrible olor final de la quema, impuesto por los hombres del mal que le despojaron de la vida familiar, social y nacional por una sobrada codicia, una terca ampliación de fronteras y un establecimiento de dominios.
Francisco es el hombre del exilio y resulta que fueran vascos del exilio de 1936, los que recobraron en América, también apartados de su patria y despojados de honor y nacionalidad y riqueza alguna, tal como Francisco, los que decidieron convertir el día de su óbito, en el Día del Euskara. Siendo niña fui de la mano de aita a los actos que en Montevideo, Uruguay, se celebraron por la lengua de los vascos, la que en la larga noche de la dictadura franquista, era ultimada sin compasión.
Pero así como el exilio tiene ese horrible hedor a carne lacerada, también contiene una resolución inquebrantable. Quien ha conocido el dolor de ser despojado de lo amado también contrae la fuerza de defenderlo. No es de extrañar que sean los hombres y las mujeres del exilio vasco los que tomaran la antorcha de la generación lúcida e intelectual de nuestro pueblo, la llamada generación Pizkunde, y decidieran, pese a estar a merced de la rosa de los vientos, en tierras ajenas, que una lengua de la que nadie conocía el principio, nadie iba a conocerle el final.
En el debate parlamentario sobre la lengua de Nabarra echo en falta ese doliente suspiro de Francisco que, pese a ser el último para sí mismo, fue el primero de una serie de actitudes de reto para mantener la lengua que se nos iba a golpe de hostigamiento y prohibición. Parte de la sensibilidad cultural, y los políticos deberían ser portavoces de la misma, es reconocer los valores de cada una de las manifestaciones de la humanidad en sus lenguas, creencias, costumbres, bailes y música. Solamente desde esos valores propios podemos entender los ajenos, respetarlos e incluso intercambiarlos, porque nada de lo humano nos puede ni nos debe resultar ajeno.
Francisco llevó de buena fe a Oriente la revelación del cristianismo, pero
debió de entender y aceptar y calibrar que los pueblos a los que predicaba
tenían sus propias querencias. Trató de pacificar, sanar, dialogar… de que su
palabra fuera la de la amistad y la concordia porque en sus carnes ya había
vivido la ofensa punzante de la intolerancia y la posesión. Quizá Francisco de
Xabier del reino de Nabarra, muerto en la isla de Sangchuan, allá donde el sol
alza su luz, pensó que los hombres y mujeres de su tiempo, entre ellos su reino
invadido por herético, habían tenido un exceso de religión para odiarse unos a
otros, pero que tenía que venir el momento en que las creencias y las lenguas,
debieran servir para fomentar la confraternidad.