15 de agosto de 778
Arantzazu Amezaga
Iribarren, bibliotecaria y escritora.
Diario de Noticias de Navarra
Los hombres,
silenciosos y rápidos, transitaban los senderos de los montes que desde Iruña,
la ciudad de los vascones, conducen al norte boscoso de su territorio,
dirigiéndose al estrecho desfiladero por el que llegó, al principio de la
primavera, Carlos, rey de los francos, con una parte de su ejército invasor,
para sitiar y conquistar Iruña. Siguió luego a Zaragoza, a la que sitió sin
lograr conquistar. Desesperado por la derrota y abrumado por el calor de aquel
verano de 778, levantó el asedio, decidiendo retirarse a sus cuarteles de
invierno, trajinando el regreso por vía vascona. Tras asentarse en Iruña nuevamente
para recobrar él y su ejército fuerzas y abastecer su intendencia, ordenó el
incendio de la ciudad tan pronto reemprendieron la marcha hacia el norte,
advertencia a los posibles levantiscos de que no serían clementes con ninguna
insubordinación.
Los vascones carecían
de hombres con entrenamiento militar y armas suficientes como para enfrentarse
al ejército más poderoso de Europa, pero no permanecían inactivos. Sin tocar
las bocinas de llamada ni prender fuegos convocatorios en lo alto de sus montes,
rápidos mensajeros conectaron a los diversos pueblos para el gran asalto
vengativo. Planificaron una estrategia conjunta para vengar a sus muertos y
reparar la afrenta que suponía la ocupación y la desolación de la tierra
quemada. Eran descendientes de los sobrevivientes de Roma, la primera
incendiaria de la ciudad vascona, y dispuestos estaban a rechazar la amenaza
que suponía Carlos y sus sueños de hegemonía y sus delirios de grandeza.
Aborrecían ser parte de su imperio. Querían forjar un reino propio.
Los vascones,
convertidos en improvisados guerreros, recolectaron y colocaron las piedras en
montones precisos y a distancias calculadas sobre las alturas del barranco,
permaneciendo fijos en sus puestos de observación y combate. Otros, en grupos
de asalto, molestaban mediante escaramuzas al ejército invasor que seguía la
ruta que desde Iruña los llevaba hasta el alto de Errozabal, cruzando el valle
de Esteribar. A la vanguardia cabalgaban Carlos y el obispo Turpín, seguidos
por los veinte mil hombres de caballería e infantería que componían el ejército
franco, unidas las fuerzas todas en la retirada de Zaragoza. La retaguardia la
encabezaba Roldán, el Par favorito de Carlos, de quien decían era hijo. De él y
su hermana.
Los invasores urgían
acceder con rapidez a sus hogares porque no era buen tiempo para la andanza de
un ejército el inestable otoño, menos el nevoso invierno. Anhelaban disfrutar
de la paz doméstica que, en su actividad militar, restaban a los demás.
Marchaban forzados, revestidos con yelmos y corazas de metal, cargando sus
pesadas armas, alertas a una posible emboscada, pues ni el apóstol Santiago
podría salvarlos de la trampa que suponía el barranco de la tierra vascona por
el cual se accedía a la llanura de Aquitania, si sufrían un ataque. Lo temían,
pero no lograban calibrarlo. El enemigo resultaba invisible. Se sabía que
estaba ahí por los ataques nocturnos y los aterradores aullidos lobunos que
emitían, impidiéndoles el descanso.
Cuando el ejército,
cual una inmensa serpiente se fue desenroscando por el estrecho vericueto del
desfiladero, los vascones actuaron. Cayeron las piedras, convertidas en
misiles, sobre hombres y bestias, en tal profusión, que les deparó la muerte o
heridas tan profundas que los llevaron a ella. La indefensión era total pues
sus arreos de combate no lograron suavizar el impacto del diluvio pétreo y no
había sitio alguno donde correr ni ocultarse. Los que quedaron en pie fueron
atacados por hombres armados con azkonas, la secular arma que los romanos
reseñaron como propias de los vascones. No hubo tregua ni compasión.
De nada valió la
llamada de Roldán, avisando del peligro y reclamando ayuda a Carlos, pues murió
en el combate finalmente, protegiendo con su cuerpo, para que nadie pudiera
poseerla, a su prodigiosa espada Durandarte, con su pomo cargado de reliquias
sacras. Carlos y el obispo Turpín, que escucharon el olifante, emprendieron una
galopada escandalosa hacia delante, dejando a sus espaldas un ejército
deshecho. Muertos fueron los 12 Pares, el Estado Mayor, aquel 15 de agosto del
778 que para los francos no resultó Año de Gracia del Señor. Aunque más tarde
Carlos fue proclamado emperador, los muertos de Orreaga, los suyos y los demás,
habrían de pesar en su memoria. Nadie debería alcanzar la grandeza derivada de
semejante sacrificio humano en aras de su ambición.
Los vascones, expedida
su venganza, se retiraron. Pero comprendieron que si querían pervivir como pueblo,
y tal era el deseo, habrían de forjar una entidad política que los resguardara
de semejantes afrentas. Y aunque no cantaron su gesta, que como mérito tiene el
no ser depredadora, y durante mucho tiempo les fue negada su victoria y
deformada su genial estrategia, crearon un reino, el de Pamplona, luego de
Nabarra. Somos descendientes de lo que ellos forjaron en aquel año de Gracia
del Señor del 778