Orreaga. El valor de la literatura
Arantzazu Amezaga, bibliotecaria
y escritora
Apunta la mitología de
Sumeria, de hace cuatro mil años, que un héroe que realizó grandes hazañas fue
condenado por los dioses al infierno, por olvidar contarlas. Era el tiempo en
que la invención de la escritura en su forma cuneiforme y estampada en ladrillos,
revolucionaba los métodos de comunicación y el traspaso de información de una
generación a otra.
Quizá los dioses
vascos, esos que Basterretxea recreó en madera lustrosa y sacra para hacerlos
visibles a los vascos de nuestro tiempo, Ama Lur, Illargi Amandre, Akerbeltz…
castigaron al olvido a los que en el año 778 de nuestra era, lograron infligir
una derrota militar al futuro emperador de Europa, Carlos, logrando algo
insólito en los anales guerreros: eliminar en la refriega a su Estado mayor,
los Doce Pares de Francia. Además, como consecuencia tuvo, la creación de un
reino, Nabarra, soberano durante los ocho siglos siguientes. Pero faltaron
palabras para consignar los sucedidos.
El prepotente Carlos
irrumpió en tierras vasconas, con su ejército de diez mil hombres armados con
corazas y abundante caballería, en la primavera de 778. Ocuparon Pamplona, que
no era el objetivo, pues Carlos pretendía reducir a Zaragoza, cosa que no
logró, y cuyo asedio levantó casi al final del tórrido verano, uniéndose a su
ejército sus otros diez mil hombres que deambulaban por el Pirineo oriental.
Temeroso de que el mal tiempo entorpeciera el regreso y con un amotinamiento en
Aquitania que debía resolver, emprendió la retirada por la misma vía por la que
emprendió su invasión. Era el desfiladero de Orreaga el camino más corto de
retirada para él y sus veinte mil hombres.
Carlos quemó Iruña en
un gesto de desafío antes de iniciar la marcha hacia el despeñadero. Él iba a
la cabeza, junto a su turbio obispo Turpín, dejando la retaguardia a Roldán, el
sanguinario prefecto de Bretaña, quien en duelo innoble había acabado con la
vida de Ximen, señor de las tierras vasconas del sur, en su derrota a Zaragoza.
A él embisten en primera lugar los vascones, en lo que hoy llamaríamos estrategia
de guerrilla: atacar en combinados ataques sorpresivos, debilitando la moral y
causando importantes bajas al ejército adversario, hasta lograr su
capitulación.
Sobre las tropas
embutidas en el desfiladero, los vascones lanzaron piedras, remataron hombres
con sus azkonas, aullando como lobos hambrientos. La intimidación formaba parte
del plan urdido por Eneko, su jefe, legítimo señor de aquella tierra que Carlos
mancillaba con su afán conquistador. Con esa aspiración que cada hombre de
guerra europeo siente por renacer en Alejandro o Julio César.
Tres siglos después,
una canción, tan solo una canción de gesta entonada por los juglares vestidos
de volantes de colores, adornados de cascabeles, al toque de violas, en los
palacios y plazas de Francia, cambió los términos del combate. Entonaron en
lengua romance otra versión de los hechos. Su poema está vertido en 4.002
versos decasílabos, recogidos en el manuscrito de Oxford y se cree que los
normandos los cantaron en la batalla de Hastings. Fue pionero en la afamada
literatura francesa.
Intervienen en La
Chanson de Roland los arcángeles, calmando la aflicción de Carlos por su
doble delito: la violación de su hermana, su hijo Roldan nacido de ella, y su
trajín por tierras ajenas que intentaba hacer suyas para grandeza de su imperio
carolingio y señalización de la Marca hispánica, mentando, para seducir con el
relato, sucesos milagrosos como el de las lanzas francas que, sobrevolando las
murallas de Iruña, florecían en el espacio, convirtiéndose en coloridos instrumentos
de guerra que, al penetrar en los cuerpos de los sitiados, provocaban heridas
mortales. El desafío en Luzaide, en el bosque de las doncellas, en la retirada
vergonzosa de Carlos dejando atrás sus hombres y lanzándose al río Garona a
galope, sus súplicas a Santiago cuya aparición milagrosa le animó a la
reconquista… compuesto el relato y los relatos que le siguieron, con la
vivacidad precisa y preciosa de la Literatura, lograron lo imposible.
El desfiladero pierde
su nombre original, Orreaga, y se convierte en Roncesvalles; Roldán se tipifica
como un héroe y sabemos de su llamada de auxilio a Carlos, soplando su
milagroso olifante, y su prodigiosa espada Durandarte clavada en la roca para
que no caer en manos vasconas… aunque hay leyendas que la hacen volar y abrir
precipicios en montañas remotas; la traición de Ganelón, que justifica la
derrota, y a los vascones convertidos en sarracenos… todo, para que la batalla
sea recordada en los manuales de historia como una escaramuza. Nadie habla de
Eneko ni de sus hombres, de su retirada silenciosa y del sorprendente hecho de
que no quisieron obtener de aquella acción bélica, un mísero botín.
Los vascones olvidaron
contar su historia en aquel día del 15 de agosto de 778… y la maldición de los
dioses primigenios, sobre todo de Illargi Amandre que debió presidir la noche
de la victoria, recayó sobre ellos. Dejaron de ser protagonistas para
convertirse en comparsa de una de los más importantes hitos militares de
Europa.